miércoles, 26 de agosto de 2009

Viaje y mito

Los road trips tienen sus mitos. Los que yo conozco vienen sobre todo de la literatura y el cine. Uno de los más comunes se refiere a la falta de control sobre el viaje o el destino en sentido amplio. Según este mito las vicisitudes del camino van erosionando esa certeza de saber adónde va el viajero hasta que finalmente se termina por rutas inesperadas y se arriba a nuevos lugares físicos, filosóficos o espirituales, a parajes fantásticos o pueblos donde aguardan el terror o la muerte. Hay un deseo de perderse para siempre—a veces hay incluso un monstruo o un secreto horrible que contribuye a concretar esa destrucción. Desgraciadamente, el road trip ocurre por rutas previamente pensadas. En un país como Estados Unidos, que da tan poco margen a la improvisación, tomar una carretera sin destino resulta poco razonable. Hay demasiada información, o alguien esperándote al final de la jornada; quizás las distancias tan largas son una advertencia de que no se puede andar de tonto por ahí. En el fondo, al menos en mi caso, hay una razón muy poderosa: la monotonía de las autopistas. Por lo general se recorren parajes uniformes, que te dicen muy poco de lo que pueda haber más allá. Usualmente se maneja “cerca de”, pero no necesariamente “en”, y la diferencia entre ambas situaciones puede ser un abismo. En ocasiones una valla de carretera te invita, o el nombre de un pueblo te sugiere que te detengás; en ocasiones la gasolina se acaba o el cuerpo te pide un descanso… El desvío te saca entonces de la seguridad de la autopista, pero la autopista se queda en tu mente, sea en los frecuentes rótulos que te indican dónde estás o en los navegadores cuyas voces electrónicas repiten con paciencia cómo volver a la vía principal, cómo no perderse.

Otro mito es la relación con los otros, pero a partir de una superioridad intelectual o material de los viajeros. Quien viaja va a observar, quien deja la seguridad de su casa se expone, aunque sea medianamente, a una otredad a la que se enfrenta con tres armas básicas: su intelecto, su tarjeta de crédito—en sitios más “primitivos” con dinero en efectivo—pero sobre todo con su actitud. Este es el viajero colonial. Aún sin proponérselo se sabe mejor que los otros; nunca tiene miedo o lo simula muy bien cuando aparece; toma notas para reportarles a sus pares los avatares del viaje—porque la falta de vicisitudes va contra la lógica de viajar, e igualmente pasa con el aburrimiento: ¿cómo puede ser uno un buen viajero si llegó a un sitio a aburrirse? Para narrar el viaje necesita también creer en de la importancia de la experiencia, o más bien de la universalidad de la experiencia individual, de otra forma quien narra un viaje no tendría una crónica sino un puñado de anécdotas que solamente algunos allegados soportarían escuchar o leer.

Un último mito es el carácter iniciático de (tomar el carro y) echarse a rodar. No necesariamente hay tal cosa: el viaje puede ser un paréntesis dentro del orden de la vida; se puede salir de él indemne, si se quiere, o totalmente transformado. ¿Pero quién va a admitir que no volvió tocado de un sueño? En el fondo el road trip no pasa de ser una experiencia interior, y por esa razón el vehículo adquiere dimensiones simbólicas. El carro deja de ser una máquina, se transforma en la evidencia del paso del tiempo y la distancia con sus descomposturas, el desorden que lo va tomando y la suciedad. Se va llenando de nuestros olores pero no acumula, como las paredes de las casas, secretos irrepetibles, sino que los va dejando atrás, milla tras milla. Si pienso en el estado de Doña Fina, mi carrillo blanco, la veo muy marcada por el viaje. Hay manchas nuevas en el tapiz de los muebles, algunas reconocibles como el chocolate de unos helados que se deshicieron apenas los probamos; otras son menos dicientes, como de sudor o de los dulces que el sol fue convirtiendo en una masa pegajosa. Doña Fina se fue llenando de cadáveres de mariposas y mosquitos, de caca de pájaro, de las entrañas de un par de animales que atropellamos en la ruta. Acumuló de polvo de varios desiertos y le han quedado huellas que parecen humanas, o al menos así las imagino. Por decirlo así, Doña Fina pasó su prueba iniciática.

El road trip es además una prueba de supervivencia y de convivencia. Dicen que quienes son capaces de estar juntos sin matarse por más de tres días han dado un paso importantísimo en la labor de crear un vínculo. Bueno, D. y yo estuvimos juntos por dos semanas, tropezando en nuestros propios equívocos, aprendiendo uno del otro y creando una historia común que se convierte en historia personal una vez que la contamos o la escribimos. D., además, tomó fotos, más de setecientas según me acuerdo. Hizo tomas de video hasta acumular unas diez horas, y en ese acto me observó a mí pero creo que se observó sobre todo a sí mismo. Usó la cámara de video para inventarse un personaje llamado D. que viajaba por el sur de Estados Unidos hacia la costa Oeste. Yo no he visto todo ese material. Por el momento es una especie de masa informe almacenada en un puñado de cintas de video digital, a la espera de solucionar un problema con la computadora donde vamos a editar el material. ¿Podría decirse entonces que D., el de las imágenes, es realmente un personaje? ¿O quizás se necesita primero descartar lo fallido, luego lo superfluo—aunque nos guste—lo que no consideramos eficaz para un proyecto creativo? Claro que vuelvo al cliché de la escultura oculta en las entrañas de la piedra, pero con un descubrimiento muy personal: A pesar de ser la misma piedra, la escultura oculta es distinta dependiendo de quien se atreva a romper y descartar piezas de material. Yo no sé qué esperar de tantas horas de video, menos aún de todo el tiempo dedicado a observar a D. Mi intuición me aconseja rescatar unos pocos minutos, algo así como un video clip. Así, entre las imágenes de muchos paisajes apiñados como si fueran uno solo, es posible que surja de repente el rostro de un joven. Ese muchacho va a mirar algo que el espectador desconoce, tal vez esa mirada desafíe al espectador a descubrir su propio viaje.

sábado, 22 de agosto de 2009

Paz Soldán sobre Vargas Llosa y Marías

Me gustó mucho este ensayo de Edmundo Paz Soldán sobre Vargas Llosa, Marías y sus diatribas en contra de las nuevas tecnologías y su relación con los escritores. Me parece una clara ilustración de cómo nuestros escritores de referencia se vuelven "viejos héroes", a quienes vemos desde distancias cada vez mayores. Además el ensayo ilustra también una concepción distinta de lo que significa ser escritor en estos tiempos. El elogio del papel, si queremos llamarlo así, lo es también de un intelectual que está desapareciendo--uq.


lunes, 10 de agosto de 2009

"La soledad era esto", de Juan José Millás


La novela de Juan José Millás, “La soledad era esto” (1990) llegó a mis manos por una de esas curiosas circunstancias que explican la vida de los bibliómanos.  Estaba con mis amigos Hilda y Pedro, quienes tienen una generosa biblioteca en riguroso desmadre—según sus propias palabras—lo cual significa simplemente que los libros en los estantes no están acomodados bajo ningún criterio, así que esa biblioteca es como entrar a un jardín de delicias, donde puede uno encontrarse cualquier grata sorpresa en cualquier momento y a veces por partida doble o triple, pues a Hilda y a Pedro se les olvida lo que hay en su biblioteca y como buenos cronopios se van a las librerías y se topan con ese libro que siempre quisieron y lo compran con la alegría de la primera vez y luego—usualmente soy yo quien se los hace notar—se dan cuenta que ese libro ya había sido deseado con anterioridad y que ese deseo ya había sido gratificado. En fin, de “La soledad era esto” había tres copias en su casa, y me regalaron una.

            Si hubiera que resumir esta novela en una palabra,  usaría “dolencia”.   Más que la claridad clínica que se asocia con la enfermedad, “La soledad” se refiere a una serie de dolencias que parecen venir en principio del organismo de la protagonista, Helena Rascón, pero que poco a poco se revelan como algo que surge de la forma de vida –materialmente hablamos de una clase media urbana española—de la pobre calidad de las relaciones humanas, de la sensación de vacío en medio de del bienestar.  Helena padece un mal que nadie ha logrado diagnosticar claramente, y que se manifiesta en un estado permanente de ansiedad, en la necesidad constante de “hacer salir” cosas de su cuerpo, sea por sensaciones de suciedad,  sea por afeitarse los pies, pero principalmente por urgencias como defecar, vomitar o hiperventilar.   El cuerpo,  los misterios que se manifiestan a través del cuerpo, le indican a Helena y a los lectores la inminencia de un cambio al nivel de las relaciones humanas.  Y esa transformación va ocurriendo en la intimidad—y la soledad—del hogar citadino, sitio que parece significar a la vez reclusión y espacio de transformación. 

Lo paradójico de Helena es que su proceso de curación requiere al final de  un testigo exterior, por lo que  contrata a un detective.  Este personaje tiene la misión de reportar sobre una Helena que se desplaza por la ciudad (lo social en contraposición al hogar como espacio privado, de secretos y transformaciones), y luego, a través de correcciones a  sus informes , crear una ficción sobre Helena y sus relaciones afectivas, no tanto basada en la realidad que observa,  sino en una idea de verosimilitud que sea coherente con lo que su cliente quiera oír.   Así las cosas,  los informes del detective ya no son tales,  sino cuentos sobre la vida de esa mujer a la que sigue; ya no es un texto motivado por la motivación de conocer las posibles infidelidades del marido,  sino un ficción sobre Helena.

Leer “La soledad”  puede remitirnos a  otras obras  en las que las dolencias son metáforas sociales o existenciales. “Lo Prohibido” de Benito Pérez Galdós, usaba la enfermedad para el enfrentamiento de las viejas clases sociales españolas de finales del siglo XIX con el nuevo orden político y económico,  el capitalismo que se iba imponiendo en las ciudades a través del consumo.   Otro ejemplo, quizás más noble por la actitud de los personajes, es  “La muerte de Iván Illich”,  de Tólstoi.   

            Aunque no soy entusiasta de este realismo urbano clasemediero—que me recuerda la cansina literatura de suburbio gringa—Millás tiene la habilidad de crear su drama a partir de elementos muy sencillos, de una escritura limpia y distinta que va metiendo al lector poco a poco por los senderos que desea explorar.  Vale la pena.

sábado, 8 de agosto de 2009

Road Trip Westminster-New Orleans

Entre el 19  de junio y el 19 de julio he recorrido unos ocho mil quinientos kilómetros a lo largo y ancho de los Estados Unidos.  Tres circunstancias afortunadas se dieron:  la primera, mi regreso definitivo a New Orleans, el único sitio en este país que aún considero mi hogar;  la segunda, el matrimonio de Martín Sancho, un amigo entrañable que vive en California; la tercera, la visita de Diego Mora, poeta aventurero a quien la idea de echarse a rodar desde el Golfo de México hasta la costa del Pacífico le sonó atractiva. Hay épocas para todo, y la de los viajes con agenda vaga parece estar anclada en la juventud.  Conforme se acumulan los años uno se dedica más y más a alimentar temores falsos y verdaderos, le duelen más los huesos y hasta cambia la noción de tiempo, que deja de ser un horizonte limpio e ilimitado para convertirse en una pila de compartimentos que deben ser llenados rigurosamente.  Pero entre toda la maraña de la vida cotidiana, un road trip fue para mí un sueño a la espera de realizarse.

La primera etapa tuvo rumbo sur, desde Westminster, Maryland, hasta New Orleans, Louisiana. El camino más directo me tomaría dos jornadas, conduciendo unas nueve horas y media por día.  Decidí hacerlo en tres, aunque una tormenta en Tennessee hizo que al final fueran cuatro. Llevaba todo lo necesario para documentar el viaje—grabadora de audio, videocámara, cámara fotográfica, muchas libretas—pero al final decidí simplemente vivir la experiencia, y dejar que la memoria inventara sus propios recuerdos. De todas maneras, no hay nada como dejar que la experiencia se presente en su estado más puro, en un aquí y ahora inefable, libre al punto de escaparse e incluso perderse sin dejar rastro alguno.  Documentar cuanto pase tiene su lado arrogante, es agregarle un valor a lo que simplemente sucede.

              Yo había entregado ya mi apartamento en el noroeste de Baltimore, pero necesitaba quedarme al menos un día más para finiquitar asuntos.  Dejaba el lado más occidental de Mount Washington,  un barrio informalmente dividido en varias secciones.  Hacia el este, restaurantes, parques hermosos y casas antiguas entre bosques. Luego estaban los judíos ortodoxos,  y más al oeste, en lo más pobre, se difuminaban las fronteras en un área de clase obrera con judíos de lo que fuera la Unión Soviética y sus satélites—y cuya lingua franca era el ruso, no el inglés—negros y la nueva inmigración latina.

La noche antes de partir de Westminster la pasé en casa de A., mi amiga más querida en esa región.  Ella preparó una cena de pasta y cerveza, nos fumamos un porro con hierba demasiado vieja y seca y hablamos mucho sobre la próxima vez que nos encontraríamos.   En esa ciudad trabajé por tres años, aprendí que existen cuatro estaciones al año y vi, como en una especie de alucinación, los celajes de febrero proyectados en una colina cubierta de nieve.   Me junté, por ejemplo, con gente devota del blue grass,  supe que la persecución a los migrantes latinos puede ser más intensa en un pequeño pueblo de lo que uno se imagina, pero que la solidaridad también es capaz de manifestarse en toda su fuerza.  Nunca vi un fantasma, sin embargo sabía que por esos campos tan verdes se enfrentaron tropas del Norte y del Sur, que hubo hospitales improvisados y fosas comunes. 

Salí temprano de un Westminster lluvioso, sin nostalgia alguna, pero tampoco con amargura.  Mis años en Baltimore fueron raros, de un aprendizaje en las artes de la soledad que aún no he asimilado por completo.  Nunca debí haberme sentido mal entre la abundante belleza natural de la región,  pero una de las contradicciones del espíritu humano es que no toda la belleza le sienta bien.  Maryland ofrece tantas posibilidades para el disfrute del campo, de las montañas, de ríos impecables.  Yo, sin embargo, me seguí metiendo a los barrios  silenciosos y amenazantes que tan bien han retratado en la serie The Wire;  intenté comprender la lógica de un espacio urbano como Baltimore—donde la primera seña de identidad la marca el barrio donde naciste—y me perdí hasta el agotamiento en las complejidades de Washington D.C.,  donde los mayores desplantes de poder no pueden ocultar la presencia de los mendigos,  y donde el centro político del mundo se encuentra rodeado de barrios pobres de negros y latinos.

            Salí un sábado muy de mañana para aprovechar el día.  Aún así el tráfico me obligó a cruzar lentamente el área de Washington D.C.  y el norte de Virginia hasta Richmond.  Demasiada gente en esta parte del país,  tantos vehículos que ni las autopistas de cuatro carriles dan abasto.  Uno debe prepararse como si emprendiera una expedición especialmente complicada,  pues ha de estar alerta a la salida correcta, a los límites de velocidad, a los cambios de carriles y a esos cientos de mundos encapsulados que te rodean,  cada quien protegido por la estructura de su auto, haciendo la vida mientras se avanza y se avanza, a veces apenas unos metros cada cinco, diez minutos.  Las supercarreteras, como  los aeropuertos,  son  imponentes obras de ingeniería cuya operación depende de un delicado equilibrio.  En el corredor que va desde Virginia hasta el extremo este de Baltimore (en dirección a New York o Philadelphia) cualquier incidente puede provocar un colapso total de tramos larguísimos de la autopista. Yo lo he visto con carros descompuestos o accidentes menores,  y también con el hielo, la nieve, o incluso la lluvia.  Pocas semanas antes de partir hubo una madrugada de aguaceros, algo muy leve si pensamos en lo que significa llover en el trópico,  pero suficiente en esta área de Estados Unidos para inundar los pasos bajos los puentes y crear un caos que alargó la espera en los embotellamientos hasta en tres horas.  No en balde la gente sufre colapsos nerviosos mientras van en sus carros,  como le ha ocurrido a algunas de mis amistades. Tampoco es extraño que uno mismo se invente estrategias para dejar salir la tensión de estar en carretera.  La mía es muy simple: grito a todo pulmón.  No articulo palabra alguna, no pido nada;  solamente lanzo otro ruido al aire,  uno  que me sale de muy dentro y me alivia.

             Tomé la autopista hacia las montañas de Carolina del Norte.  Mi primera parada fue Chapel Hill, donde está la famosa University of North Carolina,  una institución poblada de reminiscencias de la época de la esclavitud y del difícil tránsito hacia lo que hoy son los Estados Unidos y en especial el Sur.  Ahí cené con unos ex estudiantes con quienes guardo relaciones de complicidad y afecto.  Chapel Hill es uno de esos college towns,  un centro urbano cuya razón de ser es la universidad, y por eso mismo está llena de tiendas de chucherías, barcitos, restaurantes baratos, y donde pululan causas políticas, culturales y, más recientemente, ambientales.   Es el único campus que conozco con un cementerio, el cual además tiene la particularidad de tener un área para los blancos y una para los negros.  Según R., mi estudiante, las autoridades universitarias han preferido mantener el camposanto segregado como un recuerdo de esa fractura social y ética que recorre este país.  Esa historia señaló mi regreso al Sur,  pues de ahí en adelante la tensión racial había de estar siempre presente.  La encontré en otras historias que poblaban el campus,  en los conjuntos escultóricos, en anécdotas sobre la corrección política y la irreverencia de la gente.

Chapel Hill, sin embargo, me dejó una bonita imagen cuando ya estaba a punto de irme a dormir tarde en la noche:  Unos recién casados que se paseaban en un rickshaw por la avenida principal del pueblo saludando a los noctámbulos.  La gente les correspondía con buenos deseos y alguno que otro con un brindis,  aunque fuera con copas imaginarias.

Al día siguiente pasé por Asheville, un pequeño pueblo de hippies viejos, progres jóvenes, artsy y cool, uno de esos lugares que parecen plantados a la fuerza en medio de un paisaje social y político que los contradice.  Hay pocos sitios similares en los Estados Unidos:  Madrid y Santa Fe en Nuevo México, New Orleans en Louisiana… Asheville está lleno de tienditas con artículos de todo el mundo,  librerías de viejo,  centros de meditación, ventas discos de vinilo, comida orgánica y turistas, muchos turistas, todos deambulando por las calles en busca de una experiencia.

Al atardecer llegué a Maryville, cerca de Knoxville en Tennessee, donde me esperaba G., un antiguo roommate con quien arreglé todos los males del mundo mientras tomábamos vino barato y comíamos carne. G. es fumador de habanos, conservador centrista—sí, sí existen conservadores orientados hacia el centro, así como hay liberales que parecen miembros del Partido Republicano—devoto de la cultura brasileña y del siglo XIX latinoamericano. Si he aprendido con alguien lo que significa ser tolerante con las ideas de otros, esa persona es G., pues nuestras diferencias ideológicas han ido con los años del choque frontal a la búsqueda de espacios comunes y al establecimiento de acuerdos de no agresión.  

Con él fui a recorrer uno de los parques nacionales de las Smoky Mountains.  Demasiados visitantes,  demasiadas fotos con esas cimas azulosas de fondo, demasiada ansiedad de la gente cada vez que aparecía un venado a lo lejos, demasiados recuerditos a la venta en la tienda del parque.  Ir a los parques nacionales requiere tiempo y preparación,  demanda tomar un sendero lejos de donde los turistas de un día nos reunimos y  plantar una tienda para pasar la noche a la espera de un signo que puede venir en algo tan simple como un olor,  o en el ángulo de la luz sobre los bosques.  Pero yo no guardo foto alguna de esos momentos en los que la naturaleza se comunica con vos. No se puede fotografiar lo inasible.

El último día manejé por el norte de Alabama, Mississippi—hasta llegar cerca de Jackson, la capital—y el este de Louisiana. Esos recorridos de tantas horas te permiten reflexionar, desesperarte, ir de paisaje a paisaje mientras se avanza. Al fin estaba en el Sur Profundo, el mítico espacio de Faulkner, Welty, McCullers, Percy, Kennedy-Toole...  Al fin llegaba a casa, aunque en términos reales estaba llegando a un apartamento vacío en la esquina de Hillary y Benjamin, donde unas pocas semanas antes hubo dos tiroteos que las autoridades aún no habían podido resolver…