sábado, 16 de agosto de 2008

Murakami en verano


(Publicado originalmente el 16 de agosto de 2008)


Para esta época del año, sobre todo en Europa, la gente se apresta a tomarse unos días libres.  Las vacaciones estivales, quizás los únicos días de descanso profundo, dedicado, del año.  En los Estados Unidos es diferente.  En el caso de las universidades,  los meses veraniegos son meses sin clases pero no necesariamente libres.  Se supone que estás preparando los materiales para el siguiente semestre al menos, aunque su objetivo real es avanzar en las investigaciones personales.  Muchos piensan que la vida de profesor es realmente regalada, que se gana un gran sueldo mientras pasan meses muertos en los que uno se divierte.  La verdad es que la mayoría de los contratos de trabajo son de nueve meses, no de doce, por lo que las prioridades para ese periódo entre finales de mayo y finales de agosto dependen de cuánto hayás podido negociar, de tu área de influencia. Si tenés suerte, podés enseñar unos cursos de verano y así cerrar la brecha de ingresos. Si no tenés tanta suerte, vas buscando trabajos temporales, algunos realmente fastidiosos o mal pagados.  Quienes se hayan en verdaderas posiciones de privilegio se pueden dedicar a viajar y a investigar. Probablemente tienen fondos para hacerlo, y sus viajes pueden tomar los destinos más intrigantes o sus reflexiones ser de lo más variopintas.


Pero yo no quería hablar de esos ritos de verano sino de otros, los que se relacionan directamente con el hábito o el arte de la lectura. Pues mucha

 gente, sobre todo en Europa, identifica las vacaciones de verano como el momento ideal para leer libros gordos.  Si uno lee en Internet los planes de muchos, sean personas notables o no, entre sus lecturas está algún mamotreto al que no se le podría echar mano durante los periodos de “plena producción”.  Para mí los libros gordos, desgraciadamente, se han vuelto lectura para largos periodos muertos. Cuando era niño, encontrarme una novela de muchísimas páginas era un desafío y un gusto, aunque no entendiera muy bien por dónde iba la historia.  Recuerdo algunas con especial cariño:  “Éxodo”, de Leon Uris, “La montaña mágica”, de Mann, las obras históricas de Taylor Caldwell… Ya más viejo, los libros larguísimos los guardaba para las esperas inevitables, fueran en salas de abordaje, en hospitales, como parte de esos trámites que vos sabés interminables y agotadores, cuando el tiempo deja de correr.  Así leí, por ejemplo, las novelas de Fernando del Paso. Recuerdo, por ejemplo, que “Noticias del Imperio” fue lectura finales de 1989. 


Había ido a visitar a mi hermana a París, y el 24 de diciembre por la tarde yo estaba solo, encerrado en un minúsculo apartamento en la Ciudad Universitaria.  Aunque apenas había empezado a anochecer, el cielo estaba cubierto por nubes color ceniza. Las ventanas aislaban el ruido, y se podía ver la intensidad casi violenta de un viaducto al otro lado del silencio en el que yo estaba.  Entonces leí a del Paso, y para acompañarme puse el radio. Todo en francés, todo ajeno, hasta que de pronto empezó a sonar un recuerdo. Por alguna razón estaban programando “El año viejo”,  la viejísima versión de Tony Camargo con la que todos en Costa Rica hemos celebrado nuestras fiestas…

Pues tengo reservadas algunas imágenes para casi todos los libros gordos.  Por eso recuerdo, por ejemplo, que el último libro realmente gordo que leí fue “2666”, de Roberto Bolaño, en Ávila, España, en 2006. Recuerdo también una ventana, desde la que se veían unos atardeceres deslumbrantes, la muralla de la ciudad y, por unos días de ese mes de julio, la carpa de un circo que visitó la ciudad. 

¿Qué imagen guardaré esta vez?  Aún no lo sé, aún no pongo distancia alguna entre mi más reciente libro gordo, “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”,  de Haruki Murakami, y mi experiencia al momento. Tal vez porque empecé a leerlo estando enfermo, o porque con Murakami en mi mochila volví a una realidad que no me gusta y desde esa realidad he leído las novecientas y tantas páginas del libro.  Una historia extraña, pues en el pasado tantas páginas solamente las podía relacionar uno con un saga familiar, con un gran cuadro histórico, no con una historia íntima, desarrollada desde el espacio de la confesión incluso cuando relata angustiosas escenas de la historia de Japón y sus derrotas (más que de sus guerras).  Es una novela también sobre personajes extraños, siempre necesitados de contar.  Incluso Cinnamon, el mudo por elección, cuenta y cuenta, aunque lo hace a través de la escritura.  Como en otras novelas, la acción la desata la pérdida de un ser amado.  La búsqueda, sin embargo, es distinta, pues los recorridos son mínimos –entendidos como visita a la ciudad, como movimiento por geografías– y el personaje principal más bien se dedica a esperar. A él llegan estos otros seres,  todos con un propósito que modifica la narrativa y, claro está, al personaje central.  En este sentido, el viaje de “Pájaro que da cuerda” es un viaje interior, pausado, un viaje a partir de la reflexión, del descubrimiento de realidades alternativas en un entorno que parece inmóvil. 

Todavía no sé si me gusta Murakami. He de confesar que cada vez tiendo más y más a lo breve. O quizás sea simplemente cuestión de distancia. Este verano, mi verano, me ha dejado agotado y confuso, y debo esperar el fresco del otoño para poner en perspectiva mi vida y mis lecturas.

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