domingo, 17 de mayo de 2009

El graduado


            Descubrí el cine hacia 1968 ó 1969, cuando mi hermano mayor me llevó a ver la versión animada de “El libro de la selva”.  Fue un momento de revelación, y a veces cuando me asaltan recuerdos me veo a mí mismo en la oscuridad de la sala, tratando de acomodarme en las sillas de madera del entonces fabuloso cine Cartago, el de la mejor marquesina y prestigio más sólido en mi ciudad.  Recuerdo también los slides con la información de rigor, como por ejemplo el ruego de mantener limpio el lugar, la cortesía de no hablar durante la película o de no fumar, todos hechos por un tal Wally,  quien también diseñaba los otros anuncios que se proyectaban antes de la función.

            Desde entonces el cine se convirtió en una obsesión para mí, y aunque para quienes me rodeaban quizás fue solo una extravagancia.  Mi padre jamás fue conmigo, y mi madre solamente accedió un par de veces a un musical del cantante argentino Donald y una película de Capulina tan mala que aún me acuerdo de ella.  Pero mi gran compañera de cine fue mi abuela Delfina, con quien repasé la filmografía completa de Cantinflas y todo aquello que sonara a religión,  incluyendo “El exorcista”.   Sin embargo,  el placer del cine siempre estuvo aparejado con la culpa (para mis padres era un desperdicio eso de irse los domingos a las matinés) y la soledad.

Y  como en un mundo aparte fui aprendiendo y amando el cine, sin que casi nadie se diera cuenta.  Coleccionaba en carpetas amarrillas todo lo que hubiera sobre películas, desde el aviso del periódico hasta las reseñas del inefable Carlos Catania. Lo gracioso es que no fue sino hasta años después que vi la mayoría de esos filmes con los que soñaba. Razones sobran y no vienen al caso en este momento, excepto para explicar mi vocación temprana de convertirme en director cinematográfico. Iba a ser como Truffaut, Altman o Polanski, aunque mi fuerte serían las comedias.  Esa decisión la tenía muy clara ya de adolescente, y guardé la esperanza aún cuando nunca supe cómo hacer mi plan realidad, pues lo americanos no daban becas para estudiar cine y aunque cortejé un poco a los soviéticos la verdad es que nunca me animé a solicitarles nada concreto.

Mi convencimiento de una vocación por el cine me ayudó mucho a explicar y navegar  una carrera universitaria un poco desastrosa.  Estudié medicina, luego economía, estadística, un poco de administración de negocios, filosofía e inglés.  Me tomó diez años graduarme y creo que logré terminar mi tesis por una circunstancia fortuita: Estuve por tres años en una especie de exilio en Puntarenas y Santa Cruz de Guanacaste, donde se encontraban los datos que debía analizar.

Con el tiempo mis escarceos con el cine fueron quedando en poca cosa, sobre todo en anécdotas sobre esnobs e intentos de producir algo a partir de nada. Eso sí:  Yo nunca pensé que había sufrido una crisis existencial de graduado universitario,  pues estaba seguro de que tarde o temprano llegaría a realizar mi vocación. Sin embargo, a mis tantos años de edad me pregunto si parte de la displicencia,  de la desorientación y los errores de mis veintes no se debieron precisamente al hecho de graduarme de la universidad sin saber qué hacer con mi vida. Hoy lo veo como la cosa más común, quizás la más natural:  Se acaba un ciclo, hay que entrar de lleno a la maquinaria productiva, pero aún se es en gran medida un niño.  Lo veo en mis estudiantes, muchos de los cuales vuelven a casa de sus papás y se pasan, como el Benjamin Braddock de “El Graduado” ( Mike Nichols, 1967)  holgazaneando y tratando de entender el mundo.  Yo les advierto que pasarse sin hacer nada es un lujo que solamente puede ocurrir en ciertas sociedades,  pues la mayoría de los mortales tenemos que trabajar en lo que sea.  No les digo, sin embargo, que los rigores de la vida productiva traen consigo cosas más oscuras.  Por ejemplo  causan la muerte de los sueños, contaminan la ingenuidad,  imponen un sentido del deber que puede ser capaz de corroer a una persona hasta los huesos. 

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Saludos, Uriel:

Con tu anterior entrada y esta, se comprueba definitivamente que llevás el cine "en la sangre".

Yo recuerdo que mi primera película fue "El gato con botas", cuando tenía unos cuatro o cinco años, en el cine Alajuela, que asumo sería similar al de Cartago. Todavía me veo sobre un saco de arroz, en la cocina, contándole a mi hermana la película.

Mi hermano Norman, diez años mayor que yo, fue quien me llevó casi siempre al cine, y esto no es gratuito, pues de una u otra forma he seguido en parte su "camino".

Ya adolescente, cuando podía decir que iba a misa solo, en realidad me iba para el cine.

Gracias por esta entrada.