jueves, 9 de abril de 2009

En el suburbio

Algo que he llegado a descubrir después de vivir en el área de Mount Washington, en Baltimore, es que no soy chico de suburbios.  Tampoco lo soy de pueblos pequeños,  tal vez porque son las afueras rodeadas de campiña.  Antes de mudarme a esta parte de la ciudad creía casi a ciegas ciertos mitos de la vida suburbana:  un lugar tranquilo, muy blanco, donde la gente pagaba con aburrimiento la seguridad y el estar entre iguales.  Bueno,  no puedo negar por completo lo que he aprendido del cine y la televisión—en cierta medida también de la literatura, sobre todo cuando pienso en los cuentos de John Cheever—pero la situación resulta un poco más compleja. Donde vivo ahora, por ejemplo, es área de judíos ortodoxos de clase media. A la vuelta de casa hay una sinagoga y varios edificios aledaños en los que se reúne la comunidad. Muchas de las mujeres andan siempre con el pelo cubierto,  con camisas de manga larga y unas faldas casi a los tobillos, todo muy sencillo, de tela rústica y colores como gris o azul oscuro. Los hombres se visten de negro para ir a sus cultos o reuniones, con sombrero redondo de una sola ala.  Algunos tienen rizos largos sobre las patillas y entre semana se les puede ver con la cabeza cubierta por una kipá y con los flecos conocidos como tzitzit.

La literatura, y sobre todo el cine,  formaron hasta hace muy poco tiempo mi idea de lo que era un suburbio.  Un filme reciente como  Revolutionary Road,  de  Sam Mendes,  protagonizado por Kate Winslet y Leonardo Di Caprio,  me ha vuelto confirmar la representación del suburbio como un infierno invisible,  un lugar donde la angustia no halla espacios para ser vocalizada y el deseo se reprime hasta terminar en desgracia. La película tuvo una recepción más bien tibia en los Estados Unidos; incluso algunos críticos acusaron a Revolutionary Road  de ser uno de esos productos que las compañías cinematográficas preparan para la temporada de los oscares, pues sigue una receta supuestamente infalible: grandes estrellas,  una adaptación de un texto clásico, un buen director y un tema polémico, aunque no lo suficiente como para levantar roncha.  La película tampoco fue un éxito de taquilla: aproximadamente $22 millones localmente y $50 en el exterior.  Mendes tuvo mejor suerte hace unos diez años con American Beauty, película en la que los personajes se debaten furiosamente entre las buenas costumbres y el deseo,  pero van más allá y en lugar de ser consecuentes con el “deber ser” lo son consigo mismos.  Kevin Spacey hace el  papel de Lester Burnham, un exitoso hombre que empieza a desafiar las  reglas de su grupo social con sucesivos actos de hedonismo, con transgresiones  como enamorarse de una adolescente o dedicarse a vender hamburguesas. Tales provocaciones  se topan con la reacción enconada de la familia y de algunos sus vecinos, hasta que al final Burnham es asesinado.  El éxito de la propuesta en American Beauty radica en la posibilidad de llevar la trasgresión hasta el límite, en lugar de optar por el suicidio como única salida.  La muerte es una respuesta del medio, y como tal le corresponde a otro personaje ejecutar el asesinato.  La película está narrada con  una sutil ironía que el espectador descubre desde el mismo título,  pues american beauty es un tipo de rosa desarrollada en Estados Unidos,  la cual conserva la belleza de la flor pero carece de espinas y de aroma. 

Tanto Revolutionary Road,  como otras películas notables sobre el auge de la vida de suburbio en la década de los cincuentas—Antonio Muñoz Molina en un artículo reciente menciona The Hours y Far from Heaven—giran en torno a un tema un tanto escurridizo: el tedio.  Las tres son películas sobre gente aburrida, tanto mujeres como hombres, aunque más las primeras que los segundos.  Todas tratan también de cuestionar el concepto de sueño americano,  alegando que tras una fachada de felicidad y comodidad material se esconden contradicciones que tarde o temprano explotan.  Una de ellas es, por supuesto, el tema de raza y etnia, pues en los cincuentas la resistencia de los grupos afroamericanos empieza a ganar visibilidad. Su símbolo por excelencia es el arresto de Rosa Parks el 1 de diciembre de 1955 en Alabama, cuando Parks se niega a cederle su asiento a un blanco en un autobús. La películas en mención son todas sobre la población blanca, que aparece como la única beneficiaria real del sueño americano.  Los negros tienen usualmente roles marginales, aunque son también son una fuente de deseo, como le ocurre  al ama de casa blanca de Far from Heaven.   Las relaciones de entre individuos de razas distintas están destinadas al fracaso, con las mujeres como principales víctimas.  Ellas, sin embargo, son también cómplices, especie de guardianes del bienestar material, de las apariencias, del status quo.

Baltimore está rodeada de enormes suburbios.  Quienes aún viven en el centro, o en los barrios malos del oeste de la bahía,  afirman que esos nuevos centros urbanos se crearon a partir del miedo a los afroamericanos, a grupos emergentes como los latinos y al fantasma de la violencia usualmente asociada con esos grupos. La gente se ha ido alejando de oficinas y  otros lugares de trabajo, abandonando los edificios antiquísimos que distinguían a la ciudad, dejando espacio para que los desamparados tomen parques,  lotes baldíos,  puentes y las entradas de algunos de esos nobles edificios.  Los que no tienen hogar montan sus carpas o simplemente duermen a la intemperie cuando el clima lo permite.  

En mi suburbio casi no hay personas de color. Los pocos que estamos acá usualmente nos reconocemos, nos saludados, de vez en cuando charlamos. También le pasa a quienes de vienen de otros estados y se sorprenden al sentirse tan solos a pesar de la mucha gente que vive en el área.  Ignoro si lo más intenso que hay tras tantas puertas y paredes es deseo reprimido. No tengo más prueba de ello que el intenso silencio, la poca gente en las aceras, la uniformidad del paisaje bajo el sol, las hojas del otoño o la nieve en invierno.