sábado, 17 de octubre de 2009

Waltz with Bashir


Siempre he creído en el poder de los dibujos animados. Todos, de una forma u otra hemos crecido con personajes de dibujos animados como modelos. Hace ya mucho tiempo se estrenó en San José una película “erótica” llamada “Fritz el gato”, en la cual los felinos hacían mejor uso de su vida nocturna, bebían y consumían drogas –si mi memoria no me engaña—y tenían relaciones sexuales como cualquier persona. Si bien el atractivo de Fritz radicaba en el atrevimiento de mostrar gatos en roles que reflejaban muchos deseos humanos, su fracaso era, precisamente, que un gato puede ser erótico en sí mismo, pero no como el disfraz de un hombre o una mujer.

“Fritz el gato” fue la primera película animada para adultos que vi en mi vida. Realmente un hito porque en aquellos tiempos Disney era prácticamente el único productor constante de ese tipo de películas y sus historias y estética, con las salvedades ideológicas del caso, era predecibles y seguras. De hecho, uno de los ritos de paso a la adolescencia era rechazar esas películas, negar cualquier simpatía por la maquinaria Disney, jurar no poner un pie en ninguno de los parques y esconder en lugar seguro cualquier muñequito, revista u otro producto de los personajes disneyanos.

A la vuelta de muchas cosas ya puedo darme el lujo de amar los filmes de animación. No he visto nada de la factoría Disney en años simplemente porque no me interesa, aunque me he vuelto adicto a lo que producen en Pixar y a películas japonesas como las de Hayao Miyazaki. Una noche de éstas, por ejemplo, pude finalmente ver “Waltz with Bashir”, un documental animado del israelí Ari Folman sobre la invasión del sur de Líbano en 1982. La película reconstruye de los hechos, en especial la matanza de palestinos en los campos de Sabra y Chatila. Folman es el personaje central que indaga en los huecos de su propia memoria, para lo cual viaja en busca de testigos del lado israelí. Su descripción de los horrores de la guerra toma el punto de vista de los jóvenes soldados (19 años en su caso) que pasan a la vida adulta en conflictos que no entienden y de los cuales solamente procuran salir con vida. Ante la muerte, ante el absurdo de la guerra, al joven Folman le choca la indiferencia que halla en las ciudades cada vez que está de permiso. Atestigua desde una distancia el olvido inmediato de otros jóvenes israelíes y, por supuesto, de las mismas autoridades políticas y militares. Los palestinos se muestran en la película como seres anónimos, personas en constante desplazamiento, masacradas o sumidas en el terror.

¿Un documental animado? Sin entrar a las razones que pudo tener Folman me gustaría compartir las mías. Hay, por una parte, la facilidad de reconstruir un mundo ya desaparecido, del cual pocos quieren hablar y muchos se niegan a contestar. Por otra parte, la estética de la animación (contraste luz y sombra, colores, rostros) es en sí una toma de posición: no hay guerra luminosa, no hay heroísmos ni valentía que exaltar. Finalmente diría que el animado le ha permitido a Folman separarse de su tema, verse a sí mismo como un otro al cual examinar.

Vale la pena ver “Waltz with Bashir”, incluso para quienes no soportan una película sin final feliz.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Viaje y mito

Los road trips tienen sus mitos. Los que yo conozco vienen sobre todo de la literatura y el cine. Uno de los más comunes se refiere a la falta de control sobre el viaje o el destino en sentido amplio. Según este mito las vicisitudes del camino van erosionando esa certeza de saber adónde va el viajero hasta que finalmente se termina por rutas inesperadas y se arriba a nuevos lugares físicos, filosóficos o espirituales, a parajes fantásticos o pueblos donde aguardan el terror o la muerte. Hay un deseo de perderse para siempre—a veces hay incluso un monstruo o un secreto horrible que contribuye a concretar esa destrucción. Desgraciadamente, el road trip ocurre por rutas previamente pensadas. En un país como Estados Unidos, que da tan poco margen a la improvisación, tomar una carretera sin destino resulta poco razonable. Hay demasiada información, o alguien esperándote al final de la jornada; quizás las distancias tan largas son una advertencia de que no se puede andar de tonto por ahí. En el fondo, al menos en mi caso, hay una razón muy poderosa: la monotonía de las autopistas. Por lo general se recorren parajes uniformes, que te dicen muy poco de lo que pueda haber más allá. Usualmente se maneja “cerca de”, pero no necesariamente “en”, y la diferencia entre ambas situaciones puede ser un abismo. En ocasiones una valla de carretera te invita, o el nombre de un pueblo te sugiere que te detengás; en ocasiones la gasolina se acaba o el cuerpo te pide un descanso… El desvío te saca entonces de la seguridad de la autopista, pero la autopista se queda en tu mente, sea en los frecuentes rótulos que te indican dónde estás o en los navegadores cuyas voces electrónicas repiten con paciencia cómo volver a la vía principal, cómo no perderse.

Otro mito es la relación con los otros, pero a partir de una superioridad intelectual o material de los viajeros. Quien viaja va a observar, quien deja la seguridad de su casa se expone, aunque sea medianamente, a una otredad a la que se enfrenta con tres armas básicas: su intelecto, su tarjeta de crédito—en sitios más “primitivos” con dinero en efectivo—pero sobre todo con su actitud. Este es el viajero colonial. Aún sin proponérselo se sabe mejor que los otros; nunca tiene miedo o lo simula muy bien cuando aparece; toma notas para reportarles a sus pares los avatares del viaje—porque la falta de vicisitudes va contra la lógica de viajar, e igualmente pasa con el aburrimiento: ¿cómo puede ser uno un buen viajero si llegó a un sitio a aburrirse? Para narrar el viaje necesita también creer en de la importancia de la experiencia, o más bien de la universalidad de la experiencia individual, de otra forma quien narra un viaje no tendría una crónica sino un puñado de anécdotas que solamente algunos allegados soportarían escuchar o leer.

Un último mito es el carácter iniciático de (tomar el carro y) echarse a rodar. No necesariamente hay tal cosa: el viaje puede ser un paréntesis dentro del orden de la vida; se puede salir de él indemne, si se quiere, o totalmente transformado. ¿Pero quién va a admitir que no volvió tocado de un sueño? En el fondo el road trip no pasa de ser una experiencia interior, y por esa razón el vehículo adquiere dimensiones simbólicas. El carro deja de ser una máquina, se transforma en la evidencia del paso del tiempo y la distancia con sus descomposturas, el desorden que lo va tomando y la suciedad. Se va llenando de nuestros olores pero no acumula, como las paredes de las casas, secretos irrepetibles, sino que los va dejando atrás, milla tras milla. Si pienso en el estado de Doña Fina, mi carrillo blanco, la veo muy marcada por el viaje. Hay manchas nuevas en el tapiz de los muebles, algunas reconocibles como el chocolate de unos helados que se deshicieron apenas los probamos; otras son menos dicientes, como de sudor o de los dulces que el sol fue convirtiendo en una masa pegajosa. Doña Fina se fue llenando de cadáveres de mariposas y mosquitos, de caca de pájaro, de las entrañas de un par de animales que atropellamos en la ruta. Acumuló de polvo de varios desiertos y le han quedado huellas que parecen humanas, o al menos así las imagino. Por decirlo así, Doña Fina pasó su prueba iniciática.

El road trip es además una prueba de supervivencia y de convivencia. Dicen que quienes son capaces de estar juntos sin matarse por más de tres días han dado un paso importantísimo en la labor de crear un vínculo. Bueno, D. y yo estuvimos juntos por dos semanas, tropezando en nuestros propios equívocos, aprendiendo uno del otro y creando una historia común que se convierte en historia personal una vez que la contamos o la escribimos. D., además, tomó fotos, más de setecientas según me acuerdo. Hizo tomas de video hasta acumular unas diez horas, y en ese acto me observó a mí pero creo que se observó sobre todo a sí mismo. Usó la cámara de video para inventarse un personaje llamado D. que viajaba por el sur de Estados Unidos hacia la costa Oeste. Yo no he visto todo ese material. Por el momento es una especie de masa informe almacenada en un puñado de cintas de video digital, a la espera de solucionar un problema con la computadora donde vamos a editar el material. ¿Podría decirse entonces que D., el de las imágenes, es realmente un personaje? ¿O quizás se necesita primero descartar lo fallido, luego lo superfluo—aunque nos guste—lo que no consideramos eficaz para un proyecto creativo? Claro que vuelvo al cliché de la escultura oculta en las entrañas de la piedra, pero con un descubrimiento muy personal: A pesar de ser la misma piedra, la escultura oculta es distinta dependiendo de quien se atreva a romper y descartar piezas de material. Yo no sé qué esperar de tantas horas de video, menos aún de todo el tiempo dedicado a observar a D. Mi intuición me aconseja rescatar unos pocos minutos, algo así como un video clip. Así, entre las imágenes de muchos paisajes apiñados como si fueran uno solo, es posible que surja de repente el rostro de un joven. Ese muchacho va a mirar algo que el espectador desconoce, tal vez esa mirada desafíe al espectador a descubrir su propio viaje.

sábado, 22 de agosto de 2009

Paz Soldán sobre Vargas Llosa y Marías

Me gustó mucho este ensayo de Edmundo Paz Soldán sobre Vargas Llosa, Marías y sus diatribas en contra de las nuevas tecnologías y su relación con los escritores. Me parece una clara ilustración de cómo nuestros escritores de referencia se vuelven "viejos héroes", a quienes vemos desde distancias cada vez mayores. Además el ensayo ilustra también una concepción distinta de lo que significa ser escritor en estos tiempos. El elogio del papel, si queremos llamarlo así, lo es también de un intelectual que está desapareciendo--uq.


lunes, 10 de agosto de 2009

"La soledad era esto", de Juan José Millás


La novela de Juan José Millás, “La soledad era esto” (1990) llegó a mis manos por una de esas curiosas circunstancias que explican la vida de los bibliómanos.  Estaba con mis amigos Hilda y Pedro, quienes tienen una generosa biblioteca en riguroso desmadre—según sus propias palabras—lo cual significa simplemente que los libros en los estantes no están acomodados bajo ningún criterio, así que esa biblioteca es como entrar a un jardín de delicias, donde puede uno encontrarse cualquier grata sorpresa en cualquier momento y a veces por partida doble o triple, pues a Hilda y a Pedro se les olvida lo que hay en su biblioteca y como buenos cronopios se van a las librerías y se topan con ese libro que siempre quisieron y lo compran con la alegría de la primera vez y luego—usualmente soy yo quien se los hace notar—se dan cuenta que ese libro ya había sido deseado con anterioridad y que ese deseo ya había sido gratificado. En fin, de “La soledad era esto” había tres copias en su casa, y me regalaron una.

            Si hubiera que resumir esta novela en una palabra,  usaría “dolencia”.   Más que la claridad clínica que se asocia con la enfermedad, “La soledad” se refiere a una serie de dolencias que parecen venir en principio del organismo de la protagonista, Helena Rascón, pero que poco a poco se revelan como algo que surge de la forma de vida –materialmente hablamos de una clase media urbana española—de la pobre calidad de las relaciones humanas, de la sensación de vacío en medio de del bienestar.  Helena padece un mal que nadie ha logrado diagnosticar claramente, y que se manifiesta en un estado permanente de ansiedad, en la necesidad constante de “hacer salir” cosas de su cuerpo, sea por sensaciones de suciedad,  sea por afeitarse los pies, pero principalmente por urgencias como defecar, vomitar o hiperventilar.   El cuerpo,  los misterios que se manifiestan a través del cuerpo, le indican a Helena y a los lectores la inminencia de un cambio al nivel de las relaciones humanas.  Y esa transformación va ocurriendo en la intimidad—y la soledad—del hogar citadino, sitio que parece significar a la vez reclusión y espacio de transformación. 

Lo paradójico de Helena es que su proceso de curación requiere al final de  un testigo exterior, por lo que  contrata a un detective.  Este personaje tiene la misión de reportar sobre una Helena que se desplaza por la ciudad (lo social en contraposición al hogar como espacio privado, de secretos y transformaciones), y luego, a través de correcciones a  sus informes , crear una ficción sobre Helena y sus relaciones afectivas, no tanto basada en la realidad que observa,  sino en una idea de verosimilitud que sea coherente con lo que su cliente quiera oír.   Así las cosas,  los informes del detective ya no son tales,  sino cuentos sobre la vida de esa mujer a la que sigue; ya no es un texto motivado por la motivación de conocer las posibles infidelidades del marido,  sino un ficción sobre Helena.

Leer “La soledad”  puede remitirnos a  otras obras  en las que las dolencias son metáforas sociales o existenciales. “Lo Prohibido” de Benito Pérez Galdós, usaba la enfermedad para el enfrentamiento de las viejas clases sociales españolas de finales del siglo XIX con el nuevo orden político y económico,  el capitalismo que se iba imponiendo en las ciudades a través del consumo.   Otro ejemplo, quizás más noble por la actitud de los personajes, es  “La muerte de Iván Illich”,  de Tólstoi.   

            Aunque no soy entusiasta de este realismo urbano clasemediero—que me recuerda la cansina literatura de suburbio gringa—Millás tiene la habilidad de crear su drama a partir de elementos muy sencillos, de una escritura limpia y distinta que va metiendo al lector poco a poco por los senderos que desea explorar.  Vale la pena.

sábado, 8 de agosto de 2009

Road Trip Westminster-New Orleans

Entre el 19  de junio y el 19 de julio he recorrido unos ocho mil quinientos kilómetros a lo largo y ancho de los Estados Unidos.  Tres circunstancias afortunadas se dieron:  la primera, mi regreso definitivo a New Orleans, el único sitio en este país que aún considero mi hogar;  la segunda, el matrimonio de Martín Sancho, un amigo entrañable que vive en California; la tercera, la visita de Diego Mora, poeta aventurero a quien la idea de echarse a rodar desde el Golfo de México hasta la costa del Pacífico le sonó atractiva. Hay épocas para todo, y la de los viajes con agenda vaga parece estar anclada en la juventud.  Conforme se acumulan los años uno se dedica más y más a alimentar temores falsos y verdaderos, le duelen más los huesos y hasta cambia la noción de tiempo, que deja de ser un horizonte limpio e ilimitado para convertirse en una pila de compartimentos que deben ser llenados rigurosamente.  Pero entre toda la maraña de la vida cotidiana, un road trip fue para mí un sueño a la espera de realizarse.

La primera etapa tuvo rumbo sur, desde Westminster, Maryland, hasta New Orleans, Louisiana. El camino más directo me tomaría dos jornadas, conduciendo unas nueve horas y media por día.  Decidí hacerlo en tres, aunque una tormenta en Tennessee hizo que al final fueran cuatro. Llevaba todo lo necesario para documentar el viaje—grabadora de audio, videocámara, cámara fotográfica, muchas libretas—pero al final decidí simplemente vivir la experiencia, y dejar que la memoria inventara sus propios recuerdos. De todas maneras, no hay nada como dejar que la experiencia se presente en su estado más puro, en un aquí y ahora inefable, libre al punto de escaparse e incluso perderse sin dejar rastro alguno.  Documentar cuanto pase tiene su lado arrogante, es agregarle un valor a lo que simplemente sucede.

              Yo había entregado ya mi apartamento en el noroeste de Baltimore, pero necesitaba quedarme al menos un día más para finiquitar asuntos.  Dejaba el lado más occidental de Mount Washington,  un barrio informalmente dividido en varias secciones.  Hacia el este, restaurantes, parques hermosos y casas antiguas entre bosques. Luego estaban los judíos ortodoxos,  y más al oeste, en lo más pobre, se difuminaban las fronteras en un área de clase obrera con judíos de lo que fuera la Unión Soviética y sus satélites—y cuya lingua franca era el ruso, no el inglés—negros y la nueva inmigración latina.

La noche antes de partir de Westminster la pasé en casa de A., mi amiga más querida en esa región.  Ella preparó una cena de pasta y cerveza, nos fumamos un porro con hierba demasiado vieja y seca y hablamos mucho sobre la próxima vez que nos encontraríamos.   En esa ciudad trabajé por tres años, aprendí que existen cuatro estaciones al año y vi, como en una especie de alucinación, los celajes de febrero proyectados en una colina cubierta de nieve.   Me junté, por ejemplo, con gente devota del blue grass,  supe que la persecución a los migrantes latinos puede ser más intensa en un pequeño pueblo de lo que uno se imagina, pero que la solidaridad también es capaz de manifestarse en toda su fuerza.  Nunca vi un fantasma, sin embargo sabía que por esos campos tan verdes se enfrentaron tropas del Norte y del Sur, que hubo hospitales improvisados y fosas comunes. 

Salí temprano de un Westminster lluvioso, sin nostalgia alguna, pero tampoco con amargura.  Mis años en Baltimore fueron raros, de un aprendizaje en las artes de la soledad que aún no he asimilado por completo.  Nunca debí haberme sentido mal entre la abundante belleza natural de la región,  pero una de las contradicciones del espíritu humano es que no toda la belleza le sienta bien.  Maryland ofrece tantas posibilidades para el disfrute del campo, de las montañas, de ríos impecables.  Yo, sin embargo, me seguí metiendo a los barrios  silenciosos y amenazantes que tan bien han retratado en la serie The Wire;  intenté comprender la lógica de un espacio urbano como Baltimore—donde la primera seña de identidad la marca el barrio donde naciste—y me perdí hasta el agotamiento en las complejidades de Washington D.C.,  donde los mayores desplantes de poder no pueden ocultar la presencia de los mendigos,  y donde el centro político del mundo se encuentra rodeado de barrios pobres de negros y latinos.

            Salí un sábado muy de mañana para aprovechar el día.  Aún así el tráfico me obligó a cruzar lentamente el área de Washington D.C.  y el norte de Virginia hasta Richmond.  Demasiada gente en esta parte del país,  tantos vehículos que ni las autopistas de cuatro carriles dan abasto.  Uno debe prepararse como si emprendiera una expedición especialmente complicada,  pues ha de estar alerta a la salida correcta, a los límites de velocidad, a los cambios de carriles y a esos cientos de mundos encapsulados que te rodean,  cada quien protegido por la estructura de su auto, haciendo la vida mientras se avanza y se avanza, a veces apenas unos metros cada cinco, diez minutos.  Las supercarreteras, como  los aeropuertos,  son  imponentes obras de ingeniería cuya operación depende de un delicado equilibrio.  En el corredor que va desde Virginia hasta el extremo este de Baltimore (en dirección a New York o Philadelphia) cualquier incidente puede provocar un colapso total de tramos larguísimos de la autopista. Yo lo he visto con carros descompuestos o accidentes menores,  y también con el hielo, la nieve, o incluso la lluvia.  Pocas semanas antes de partir hubo una madrugada de aguaceros, algo muy leve si pensamos en lo que significa llover en el trópico,  pero suficiente en esta área de Estados Unidos para inundar los pasos bajos los puentes y crear un caos que alargó la espera en los embotellamientos hasta en tres horas.  No en balde la gente sufre colapsos nerviosos mientras van en sus carros,  como le ha ocurrido a algunas de mis amistades. Tampoco es extraño que uno mismo se invente estrategias para dejar salir la tensión de estar en carretera.  La mía es muy simple: grito a todo pulmón.  No articulo palabra alguna, no pido nada;  solamente lanzo otro ruido al aire,  uno  que me sale de muy dentro y me alivia.

             Tomé la autopista hacia las montañas de Carolina del Norte.  Mi primera parada fue Chapel Hill, donde está la famosa University of North Carolina,  una institución poblada de reminiscencias de la época de la esclavitud y del difícil tránsito hacia lo que hoy son los Estados Unidos y en especial el Sur.  Ahí cené con unos ex estudiantes con quienes guardo relaciones de complicidad y afecto.  Chapel Hill es uno de esos college towns,  un centro urbano cuya razón de ser es la universidad, y por eso mismo está llena de tiendas de chucherías, barcitos, restaurantes baratos, y donde pululan causas políticas, culturales y, más recientemente, ambientales.   Es el único campus que conozco con un cementerio, el cual además tiene la particularidad de tener un área para los blancos y una para los negros.  Según R., mi estudiante, las autoridades universitarias han preferido mantener el camposanto segregado como un recuerdo de esa fractura social y ética que recorre este país.  Esa historia señaló mi regreso al Sur,  pues de ahí en adelante la tensión racial había de estar siempre presente.  La encontré en otras historias que poblaban el campus,  en los conjuntos escultóricos, en anécdotas sobre la corrección política y la irreverencia de la gente.

Chapel Hill, sin embargo, me dejó una bonita imagen cuando ya estaba a punto de irme a dormir tarde en la noche:  Unos recién casados que se paseaban en un rickshaw por la avenida principal del pueblo saludando a los noctámbulos.  La gente les correspondía con buenos deseos y alguno que otro con un brindis,  aunque fuera con copas imaginarias.

Al día siguiente pasé por Asheville, un pequeño pueblo de hippies viejos, progres jóvenes, artsy y cool, uno de esos lugares que parecen plantados a la fuerza en medio de un paisaje social y político que los contradice.  Hay pocos sitios similares en los Estados Unidos:  Madrid y Santa Fe en Nuevo México, New Orleans en Louisiana… Asheville está lleno de tienditas con artículos de todo el mundo,  librerías de viejo,  centros de meditación, ventas discos de vinilo, comida orgánica y turistas, muchos turistas, todos deambulando por las calles en busca de una experiencia.

Al atardecer llegué a Maryville, cerca de Knoxville en Tennessee, donde me esperaba G., un antiguo roommate con quien arreglé todos los males del mundo mientras tomábamos vino barato y comíamos carne. G. es fumador de habanos, conservador centrista—sí, sí existen conservadores orientados hacia el centro, así como hay liberales que parecen miembros del Partido Republicano—devoto de la cultura brasileña y del siglo XIX latinoamericano. Si he aprendido con alguien lo que significa ser tolerante con las ideas de otros, esa persona es G., pues nuestras diferencias ideológicas han ido con los años del choque frontal a la búsqueda de espacios comunes y al establecimiento de acuerdos de no agresión.  

Con él fui a recorrer uno de los parques nacionales de las Smoky Mountains.  Demasiados visitantes,  demasiadas fotos con esas cimas azulosas de fondo, demasiada ansiedad de la gente cada vez que aparecía un venado a lo lejos, demasiados recuerditos a la venta en la tienda del parque.  Ir a los parques nacionales requiere tiempo y preparación,  demanda tomar un sendero lejos de donde los turistas de un día nos reunimos y  plantar una tienda para pasar la noche a la espera de un signo que puede venir en algo tan simple como un olor,  o en el ángulo de la luz sobre los bosques.  Pero yo no guardo foto alguna de esos momentos en los que la naturaleza se comunica con vos. No se puede fotografiar lo inasible.

El último día manejé por el norte de Alabama, Mississippi—hasta llegar cerca de Jackson, la capital—y el este de Louisiana. Esos recorridos de tantas horas te permiten reflexionar, desesperarte, ir de paisaje a paisaje mientras se avanza. Al fin estaba en el Sur Profundo, el mítico espacio de Faulkner, Welty, McCullers, Percy, Kennedy-Toole...  Al fin llegaba a casa, aunque en términos reales estaba llegando a un apartamento vacío en la esquina de Hillary y Benjamin, donde unas pocas semanas antes hubo dos tiroteos que las autoridades aún no habían podido resolver…

miércoles, 29 de julio de 2009

A Cincinnati State of Mind

Somos bastantes. Más de mil en buenas épocas, ochocientos y tantos ahora que la crisis económica ha empezado a debilitar los presupuestos estatales para educación, así como el ingreso de las familias.  Si las cosas siguen tan mal como se pronostica, probablemente en el 2010 seremos aún menos. 

Llegamos un martes de todas partes de los Estados Unidos—he conocido gente incluso de Alaska—y de algunos países de habla hispana—Perú,  España, Argentina.  Trabajamos ininterrumpidamente por una semana, luego volvemos a dispersarnos hasta la próxima convocatoria. De algunos no sabremos en todo el año, y cuando nos encontremos de nuevo miraremos disimuladamente  el gafete que por obligación se debe portar para no meter la pata con los nombres y ojalá tampoco con las historias que nos han contado y que debemos recordar.  Somos los AP-Readers, ese pequeño ejército que disciplinadamente trabaja ocho horas por día,  exactamente siete días,  calificando exámenes de español.  Unos, los más privilegiados, estarán en literatura;  otros en ensayos; la gran masa en producción oral.  Los estudiantes de secundaria toman los AP-Tests con la esperanza de eximirse de ciertos cursos cuando empiecen la universidad.  Si su desempeño es muy bueno podrán transferir créditos y con ello disminuir el número de años de estudio y, por supuesto, ahorrar dinero.  Porque estudiar en Estado Unidos es caro, quizás donde menos lo sea es California, pero en lugares como Maryland, por ejemplo, asistir a una universidad pública como UMD cuesta alrededor de $13.000 por año. Si el bolsillo, las becas y los préstamos lo permiten, se puede ir a una institución privada, que puede costar entre $30 y $60 mil, dependiendo de muchos factores, incluyendo el pedigrí académico.

Durante muchos años la cita anual de los AP-Readers se realizó  en San Antonio, Texas, un lugar que a casi todos los participantes complacía por su historia, su sabor latino y por el río con sus cafecitos, restaurantes y tiendas repletas de curiosidades.  Pero desde el 2008 la organización que convoca a los readers ha buscado una nueva sede. Así el año pasado fue Louisville, en Kentucky, ciudad famosa por ser la cuna de las cadenas de pollo frito, por sus carreras de caballos y su fábrica de legendarios bates de béisbol.  El asunto no marchó bien, y para este junio nos llamaron a Cincinnati, en el estado de Ohio.

            A Cincinnati se llega llega vía Kentucky, a un aeropuerto donde aterrizan sobre todo pequeños aviones de unos sesenta pasajeros.   Una vez que se ha cruzado el río Ohio, uno encuentra el centro de convenciones y un típico downtown en fuga, es decir mezcla de lo viejo y lo nuevo, del abandono y la promesa de recobrar un símbolo de viejas glorias.  Hay en Cincinnati una tienda Sacks-Fifth Avenue,  una Macy’s casi sin clientes, hoteles, torres de distintas compañías, mendigos a granel, bares gay demasiado discretos, un museo, una tienda de juguetes para adultos, un estadio de béisbol, una fuente antigua, edificios sellados, estacionamientos enormes, cantinas para quienes desean aliviar el tedio de la oficina, los restos calcinados de lo que probablemente fue un almacén interesante y la última parada de  varias líneas de autobuses.  No muy lejos, paralelo al río, empieza el barrio negro,  the Hood,  pero la gente te recomienda discretamente que no te aventurés ahí.

            Durante la semana de los AP-Tests, sin embargo, Cincinnati se convierte en algo más,  pues los casi novecientos readers toman el área aledaña a su hotel, curiosean la oferta cultural y culinaria de la ciudad y se encuentran. Ignoro si la mayoría somos latinos, pero me gustaría pensarlo así.  De no ser cierto,  somos al menos los ruidosos, los visibles.  Cada noche hay una peña donde se canta el repertorio previsible de la vieja bohemia—ciertos valses, ciertos boleros, rancheras,  nada muy provocativo ni reciente—hasta podría decirse que son las mismas canciones todos los años,  aquéllas que plenamente se han ganado el honor de ser consideradas “clásicos”,  diría mi amigo Jesús, aunque yo más bien he llegado a concluir  que se canta lo que se sepa quien toca la guitarra o el piano.  Las peñas se matizan con abundante comida y alcohol comprado en las licorerías de chinos de por ahí cerca y duran hasta pasada la medianoche, cuando el sentido del deber les recuerda a los asistentes que a la mañana siguiente hay que estar otra vez sentado ante una grabadora de cinta o una computadora escuchando un diálogo entre el estudiante y un supuesto amigo sobre una salida juntos, o una presentación oral  en la que el estudiante debe comparar las opiniones de dos expertos sobre la salud del idioma español.

            Pero el fin de la peña—en ocasiones tomada por impertinentes jóvenes que cantan canciones recientes, de esas que la mayoría de los asistentes habituales no se saben, o se atreven con la poesía o con absurdos como imitar artistas que no pertenecen al canon popular—no significa el de la noche.  Los AP-Tests convocan también otros placeres, otras curiosidades.  Se forman parejas de amantes cuyas aventuras se circunscriben al límite de siete intensos días;  se experimenta con el cuerpo o con las confesiones, pues tal vez esa nueva persona en nuestra vida nunca más vuelva a cruzarse con nosotros… Por ello a muchas habitaciones no se llega sino hasta bien entrada la madrugada, y a veces la excitación es mayor que el cansancio y ello provoca largas conversaciones entre viejos amigos o incluso entre perfectos desconocidos.


Los AP-Tests han sido para mí también el punto de reunión con mis conexiones caribeñas,  mis amigos de Puerto Rico y Cuba, sobre todo.  Llegan Jesús, Morbila, Teresita, Mani, Cecilia, José, Lianny…  Aparece otra gente,  que entra y sale de escena, que nos busca mientras nosotros nos contamos la vida nueva y nos descubrimos en los viejos trucos.   Comemos juntos, salimos a los bares,  me pongo al día con los giros y el acento cubano y ellos me preguntan por una Costa Rica que les resulta más una abstracción que un destino concreto;  un lugar al que prometen ir aunque pienso que nunca lo harán.  También con ellos repaso el proceso de hacerse americano,  un tema espinoso pero siempre presente.  Y en cierto modo Cincinnati es el sitio ideal para sentir ese proceso,  pues  America no es el imaginario que han impuesto Nueva York o DC,  no es Univisión ni los gigantescos malls de Miami.  America  se parece más al downtown de Cincinnati con su aire neutro,  casi indiferente ante los recién llegados, con el art-deco del Netherland-Plaza hotel, con  la plaza de la fuente, que compite por atención con la publicidad del equipo de béisbol local.  America como amalgama, tolerancia en tensión o invisibilidad.  País en español e inglés, pero también poblado de otros idiomas, eficiente de cara al día, pero perezoso si uno se lo permite.  Sociedad que nunca se detiene ni te espera. 

            Como otros años, esta vez en Cincinnati, nos sentamos cientos de personas a escuchar el español de las nuevas generaciones. El sesenta por cierto de los estudiantes que toman el test son de origen hispano y  sentido de pertenencia con esta America es muy distinta a la nuestra.  Escuchamos sus giros idiomáticos,  sus acentos, su relación con el  presente anglo y el pasado que habla de Argentina o México o Guatemala.  Después de las cinco de la tarde,  los readers nos escuchamos entre nosotros. Y es a través de tantas voces que se va creando ese otro país, no como algo físico sino más bien como un concepto, o una abstracción,  o un state of mind.

lunes, 8 de junio de 2009

Ellen Degeneres en Tulane


Ellen Degeneres dio el discurso de graduación de este año en Tulane.  No se lo pueden perder!

Comida versus nutrientes


Hay libros que uno lee solamente por insistencia de los amigos,  por sus vehementes comentarios, y porque terminan poniéndote un ejemplar en las manos con la advertencia de que muy pronto tendrás que pasar un examen oral sobre forma  y contenido, y que Dios te ayude si no lo aprobás.  Bueno, no todas las recomendaciones son exactamente así, pero hay algunas que asumen formas muy curiosas y hasta extremas.

Quienes me sugirieron “In Defense of Food”,  del periodista Michael Pollan, han decidido llevar a la práctica cuanto puedan para comer mejor.  Ahora en su casa todo es orgánico y ya no sirven el arroz blanco de siempre sino uno al que no se le ha quitado la cascarita, y que aparte de un color oscuro tiene un sabor un poco extraño, no necesariamente a arroz. Ellos también quieren sembrar su propia huerta, utilizando un abono hecho a partir de desperdicios, como recuerdo lo hacía mi abuelo cuando yo era niño.  Han puesto el abono en un pequeño balde que al abrirlo suelta un olor penetrante y muchos insectos, sobre todo moscas. Con mucha más demora va el proyecto de hornear su propio pan, y mientras tanto han dejado de comprar pan empacado mientras que el de panadería—un lujo en los Estados Unidos—pasa por rigurosa inspección.

            Libros como el de Pollan gravitan peligrosamente entre dos categorías,  la del ensayo—una de mis favoritas—y la de autoayuda, la cual considero una de las pestes que mi esnobismo menos puede soportar.  Apoyo mi razonamiento en lo siguiente: 1) Los libros de autoayuda parten del hecho de que todos los fenómenos de la vida y las pasiones humanas pueden ser categorizados y descritos at nauseam, sin espacio para la originalidad o la improvisación; 2)  tienen un substrato ideológico ultraconservador,  pues presumen que existen una normalidad y desvíos de esa normalidad, y por esa razón primero desarrollan un argumento binario normal/anormal y luego le recomiendan a los lectores desesperados cómo “corregir” sus desviaciones;  en otras palabras parten del hecho de que el mundo es como debe ser y las disidencias no son tales sino desajustes individuales (por lo tanto sólo el individuo puede volver al camino ya trazado); 3) diría el filósofo español José A. Marina que para que un libro de autoayuda sea efectivo se requiere fundamentalmente voluntad individual para cambiar, pero a la vez si ya se tiene esa voluntad (por algo la persona está dedicada a la lectura de sus culpas y las alternativas de redención) no hay necesidad de leer tal libro…

            La primera parte de “In Defense of  Food” traza un panorama muy negativo de la industria alimentaria en Los Estados Unidos y sus consecuencias a nivel de la salud.  Pollan hace una propuesta sugestiva en el sentido de que las sociedades modernas han desplazado el concepto de comida por el concepto de alimento.  “Comida” es integral, cada una de las cosas que servimos en la mesa se constituye en un todo con múltiples ventajas y mínimos inconvenientes para nuestro organismo.  Pollan se refiere a los componentes bioquímicos, el misterio de la absorción de la comida por el cuerpo humano...  No olvida—y ese detalle me agrada mucho—que comer significa también un acto social y cultural, con sus tiempos,  sus ritos,  sus significados privados, locales, y al mismo tiempo universales.   Pero la sociedad contemporánea,  principalmente a partir de los setentas, ha perdido el rumbo. Ya se consume comida sino “nutrientes”. En ese sentido, una lechuga deja de ser tal, pierde su unidad,  porque la ciencia de alimentos la ve como un conjunto de componentes que se pueden aislar con objetivos diversos. El más claro de esos propósitos es hacerse de los nutrientes e industrializarlos en productos de consumo masivo, muy baratos, o buscar substitutos que permitan maximizar las ganancias de las empresas.  Pollan discute cómo la industria alimentaria ha cabildeado para que las autoridades de salud emitan normas que rehuyan un lenguaje directo y explícito, de tal forma que la legislación sobre alimentos sea suficientemente vaga  para beneficiar a las empresas.  En conclusión, hemos dejado la comida por los nutrientes.            

En Estados Unidos primero, luego en el mundo, la comida desaparece de las mesas, dando paso a nutrientes agregados industrialmente, a químicos que prometen un efecto principal pero callan (o desconocen) los colaterales.  Pollan hace un interesante análisis del deterioro en términos reales de los índices de salud en EE.UU. o de la falsa relación entre los nutrientes artificiales y el bienestar general de una sociedad. Su análisis es, en muchos sentidos, una deconstrucción del lenguaje del consumo, aunque no lo manifieste explícitamente.  Por otra parte, su libro menciona el efecto económico de las transformaciones en los hábitos de comer, pero evita hacer una crítica fuerte de ese aparato productivo.  Así consigue hacer un rodeo para no ensuciarse las manos con problemas peliagudos pero a la vez deja las cosas en un limbo,  como si la basura que estamos comiendo hoy fuera algo que simplemente ha pasado, independiente de un contexto histórico y político.

            El panorama al final de esta primera parte de “In Defense of Food” es muy desalentador.  Pareciera que los consumidores estamos en un callejón sin salida, pues tanto en el supermercado como en los restaurantes nos acechan productos altamente procesados,  los cuales pueden cancerígenos o dañinos para el corazón u otros órganos. Lo natural cada vez ocupa menos espacio en las góndolas de los supermercados, mientras lo de origen industrial va tomando su lugar.  Hay algunas soluciones parciales, como la comida orgánica—no es perfecta, pero es menos mala—o las cooperativas locales que existen a lo largo del país.  También los mercaditos de productores,  reunidos en los llamados “Farmers Markets”,  o lo que ofrecen comunidades más tradicionales como los amish. Estas alternativas, sin embargo, resultan a insuficientes por razones de costo o porque rompen con la lógica de la “productividad social”.  Pienso como ejemplo en los mercaditos de New Orleans, que abren los martes cuando todos estamos en la oficina, o el caso de los amish, quienes por razones religiosas no trabajan los domingos. 

            Quizás para darle a su libro un final no tan pesimista, Pollan cae en la tentación de ofrecer listas de  soluciones—haga su propia huerta, no coma lo que usted no pueda describir, explicar o entender;  cocine lo que su bisabuela cocinaría.  Se enreda lamentablemente en  los cables de la autoayuda. Algunas de esas salidas son absurdas o a todas luces irrealizables para quienes viven en la ciudad, tienen horarios de trabajo “a lo gringo” o simplemente no pueden permitirse gastar más dinero en alimentos especiales. 

Hay tras las recomendaciones de Pollan un llamado a un cambio cultural, lo cual es costoso y poco factible en el corto o mediano plazo.  Eso sí, uno puede confabularse con sus amigos o familiares para comer mejor, pero a sabiendas de que apenas se puede aliviar un problema que nos excede.  De todas maneras vale la pena intentarlo.

(Este artículo fue originalmente publicado en "Otrolunes" el 8 de junio de 2009)

miércoles, 3 de junio de 2009

Tiananmen, Morelia


Pekín, junio de 1989, las protestas estudiantiles se reprimen a sangre y fuego. La noticia de la matanza en la plaza de Tiananmen circula por el mundo casi como un rumor, aunque hay una foto de un joven agitando los brazos—creo—ante un tanque que avanza y avanza.

Morelia, noviembre de 1990, un oscuro escritor costarricense termina en un encuentro de escritores. Al hacer trámites en el consulado mexicano el funcionario lo ha tratado con ironía. Usted debe ser muy famoso en México, le ha dicho, porque invitarlo a este evento…  Las cosas, bien se sabe, son diferentes.  Alguien conocido en México no puede asistir a la cita de Morelia y ha soltado el nombre del oscuro escritor cuando se le ha pedido una recomendación. Azares y afectos también mueven el mundo.

Luego de unos recitales en ciudad de México, el grupo se embarca a Morelia.  Senel Paz acaba de ganar el premio Juan Rulfo.  Sergio Pitol le cuenta al oscuro costarricense sobre una mujer que conoció muchos años atrás.  Se llamaba Yolanda Oreamuno.  La recuerda porque no es común encontrarse costarricenses perdidos en otros países.  En una foto tomada en lo que podría ser un convento aparece el oscuro escritor,  por supuesto, con Pedro Ángel Palou,  Ana Lydia Vega y Luis Britto García.  

En el congreso se puede hallar gente de todo el mundo, estrellas literarias que el escritorcito no conoce. Entre ellas dos poetas chinos.  Veinte años después el costarricense los recuerda gordos, oficiales, como copias de Mao.  Es casi obligatorio asistir al recital de los chinos.  Hay mucha expectativa en el ambiente, y los poetas oficiales la honran: Leen su obra, se escudan tras la fortaleza del idioma chino y no hablan más de lo debido. La palabra Tiananmen no se pronuncia. ¿A cuenta de qué? ¿Acaso existe en la historia oficial? ¿Acaso la memoria del poder percibe el olor de la sangre?  Por unos minutos en Morelia la literatura se ha vaciado de contenido, se ha vuelto una máscara. En el silencio confirma su complicidad con el crimen. 

Junto a los poetas oficiales su traductor al español es apenas un chico desmirriado y muy risueño. Tiene un fuerte acento mexicano cuando traduce a sus compatriotas. Una vez que éstos han terminado su lectura, el traductor le pide permiso al público para recitar su propia poesía—antes, aclara, ha sido honrado con el permiso de sus camaradas. El atrevimiento es recibido con mucha simpatía,  una travesura de alguien que se siente protegido por las afinidades con la cultura mexicana y el español.  No lee, quizás para no dejar evidencia que algún enemigo pueda utilizar en su contra más tarde. Empieza a reconstruir la matanza, a  recordar a los jóvenes asesinados. Se apasiona,  se revela a versos mientras los poetas oficiales miran a ninguna parte, sin entender ni una palabra—presumimos los asistentes.  El público aplaude,  grita, aúlla, ama a ese chiquillo que aparece en el programa como un apéndice de los poetas-voces oficiales de China.  En apenas un puñado de minutos, el traductor convertido en poeta y en la memoria de su gente y de todos nosotros ha llenado de vida el recinto.

            Desde entonces Tiananmen ha perseguido al oscuro escritor costarricense. No es la plaza Tiananmen de la experiencia, no es la verdad, sino una voz liberada entre los muros de piedra de Morelia.

martes, 2 de junio de 2009

"Moriré, pero mi memoria sobrevivirá"


Para los aficionados a las novelas  de detectives, Henning Mankell es uno de sus autores contemporáneos de referencia.  Punta de lanza del llamado noir nórdico, Mankell ha explorado Suecia y sus contradicciones,  haciendo la crítica de una sociedad que por mucho tiempo se tomó como el modelo al que se debía aspirar—calidad de vida, tranquilidad, progreso...  pero que alimenta de una violencia oculta tras las instituciones que lo ha acreditado como el país perfecto.

Mankell también dirige el teatro nacional de Maputo, en Mozambique, donde  pasa seis meses del año.  Su conocimiento de África es, por lo tanto, de primera mano, y su escritura sobre el continente se produce desde adentro, desde posturas bastante anticolonialistas.  “Moriré, pero mi memoria sobrevivirá”  es un corto ensayo sobre la epidemia del sida en África y en especial sobre un programa que provee a los enfermos—terminales no por lo avanzado de la enfermedad sino por la imposibilidad de recibir atención médica adecuada; mientras que en otras partes del mundo el sida ha pasado a ser un mal crónico, en África el mero contagio se traduce de inmediato en una condena a muerte—de lo que se llama “memory books”,  unos cuadernos donde las personas pueden dejar mensajes o recuerdos a quienes les sobrevivan, en su mayoría hijos e hijas.  El gesto de escribir o ilustrar o simplemente de tener la oportunidad de expresarse de cualquier modo es una forma de catarsis para las personas afectadas por el sida.  No va a mejorar su salud, tampoco va a convertirse en un testimonio para que gentes de otros confines conozcan y se conmuevan—como en América Latina, la marginalidad se muestra por distintos frentes, sean estos la pobreza, el color de la piel, el analfabetismo o la enfermedad. Los “memory books” son una forma de herencia intima, pero sobre todo un gesto de aceptación del proceso de muerte.

África en la escritura de Mankell es un espacio históricamente jodido y condenado a padecer aún más por la negligencia y ambición de Occidente. Tras un pasado colonial  que ha determinado las relaciones Europa-África,  la epidemia del sida  se convierte en su perpetuación,  pues Europa ayuda según sus modelos,  sin hacer mucho esfuerzo por entender las culturas locales o cómo ciertos comportamientos “poco civilizados y risibles”  son realmente expresiones de un colonialismo aún latente.  África tiene, además, el futuro marcado por la destrucción económica—las personas en edad productiva son las que están muriendo—y por la orfandad; es un continente lleno de niños que al quedarse huérfanos tan pronto en sus vidas asumen responsabilidades  para las que no están preparados o quedan expuestos a retos sin tener  adultos que les sirvan de modelos y sin apoyo afectivo.  En este contexto, el sida es más bien un síntoma de males mayores,  como el colonialismo y el abandono, cuyo gran responsable  es  Occidente. La tragedia africana es un campo de batalla humanitario,  desvirtuado por intereses políticos, religiosos, económicos e ideológicos.  En una relectura de la historia de la propagación del sida, Mankell retrata a Europa y Estados Unidos como los grandes transmisores del mal.

            Yo llegué a este texto por varias razones personales.  Mankell es la menor de ellas, pero también juega un rol.  El tema de la pandemia del sida es más relevante para mí, sin embargo lo que más me atrajo fueron las conexiones entre enfermedad y memoria, entre subalternidad y voz, entre escritura—sea como sea esa escritura—y catarsis.  Me sorprendió el hecho de que se recurriera a cuadernos para dejar testimonio de lo que le ocurre a la población africana en lugar de archivos de voz,  en especial al considerar el alto nivel de analfabetismo en el continente.  Para explicar esa decisión puede haber varias razones,  desde técnicas hasta el hecho de que el  “memory book” queda en manos del enfermo para que haga con él lo que quiera o pueda. Es un objeto personal, privado cuyo producto final quedará igualmente en ese ámbito.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Decir y sentir el adiós

Decir y sentir el adiós

(O una diatriba contra JM Serrat) 

En cierto modo Joan Manuel Serrat ha sido siempre un pesimista, y crecer cantando y adorando sus canciones  pudo haber tenido efectos irreversibles en la psique de personas sensibles como yo, del mismo modo que crecer a la grata sombra de la nueva trova—en especial su vertiente sobre la inminente liberación de América Latina—ha dejado a muchos en un estado de extravío que lleva ya casi dos décadas.

            Vuelvo a escuchar la música de Serrat pero sin síntomas de nostalgia cabrona. En ocasiones sin pensarlo siquiera me descubro canturreando las letras que aprendí a los diez o doce años, cuando Serrat aún tenía el pelo largo, venía a dar conciertos a San José y, según las malas lenguas, se  hartaba de mota con gente de la Universidad de Costa Rica. ¿Qué iban a pensar los camaradas de entonces que ellos mismos eran unos pesimistas redomados aunque creyeran que construían la sociedad del futuro y al hombre nuevo?  ¿Cómo podía un revolucionario de corazón disfrutar a plena luz “Cuando me vaya” o “Vagabundear”?   Sí, sobre todo esas canciones, aunque no las únicas. Letras que hablan de irse sin que la otra persona se entere—“Es hermoso partir sin decir adiós/serena la mirada, firme la voz”—todo sea para preservar una imagen de viajero impenitente, libre a toda costa, aunque la amante abandonada sufra por ese cierre violento de la relación.  La amante se despierta o llega a casa y se encuentra un vacío que le inmovilizará—“Y ese día, dulce melancolía/has de arrugarte junto al hogar/sin una astilla para quemar/cuando me vaya”—o se pondrá en camino a buscar ese macho que no está dispuesto a volver. En el peor de los casos, dígase “Penélope”, el abandono pasará a ser espera y después locura. Claro que hay excepciones que confirman la regla.  La más evidente es Curro el Palmo, del romance de igual título.  Pero recordemos que Currito es enano y quizás contrahecho,  que supuestamente “se leyó enterito a Don Marcial Lafuente [Estefania]”,  lo que pone en crisis la lógica de la temprana muerte a causa del mal de amor,  pues como todo el mundo bien sabe Don Marcial Lafuente publicó más de tres mil novelitas del oeste en 64 años de admirable labor.  Además, Merceditas es un poquito casco suelto y se va con otro que la pueda mantener y complacer mejor, nunca a cumplir sueños de libertad.

            Pero hay algo que personalmente no le perdono a Serrat, y es el hecho de que no le haya cantando al terrible momento en que un adiós se empieza a formar, a ese punto de inflexión en una relación  que la mayoría de los seres humanos no podemos entender de inmediato, y por eso somos incapaces de actuar cuando todavía hay tiempo. ¿Cuántas veces decir “adiós”  queda reducido al trámite final de un proceso de desgaste?  ¿Cuántas veces el “adiós” es un alivio y no esa horrible palabra que Serrat procuraba no mencionar a sus amantes?  Ahora que llevo varias semanas diciendo adiós, que he empezado a poner en cajas lo que queda de mí después de años de construir un mundo y una forma de vivir—incompleta, inmerecida, pero una forma de vivir al fin y al cabo.  En este momento, demasiado tarde para lo esencial, busco esa canción que me acompañe entre el desorden de cajas, bolsas apretadas de basura y de recuerdos que a partir de ahora voy a negar.  Busco y busco,  canto a solas y le pregunto a mi memoria, pero solamente se presentan soluciones parciales, imperfectas, que me dejan incómodo y sediento.

            Y por eso te hago reclamo público, querido y viejo Serrat, porque finalmente me debés una.

lunes, 25 de mayo de 2009

Un cuento brevísimo

Principio y fin

 

 

Tengo serios problemas con las introducciones.  Por favor, consideren ésta una conclusión.

 

New Orleans, 21 de Enero de 2003

Viajeros y mentiras

Me han gustado mucho estos brevísimos textos sobre viajeros, amor, arrogancia y sobre todo mentiras, elegantes mentiras.  Si no me creen vayan al siguiente enlace:


Desintoxicación con alcachofas


O light! This is the cry of all the characters of ancient drama brought face to face with their fate. This last resort was ours, too, and I knew it now. In the middle of winter I at last discovered that there was in me an invincible summer.

 

Albert Camus. Return to Tipasa (1952)


Winter is over, so is winter blues. Quienes me conocen saben que tengo una larga historia de depresión,  cuyo diagnóstico definitivo hasta ahora no ha sido posible. Es muy probable que haya sufrido ese mal desde que era niño, aunque tuve mi primera crisis clara hasta los quince años. Desde entonces he pasado por el consultorio de muchos psiquiatras, algunos psicólogos, hipnotistas, neurólogos, naturistas, acupunturistas, mediums y variedad de personas de fe.  Y aunque mis más recientes crisis no han sido tan severas como en el pasado, aún cargo la enfermedad como una sombra irreverente que se proyecta en mí y determina mi vida en muchos sentidos.

            Este pasado invierno fue especialmente largo. Acaba de terminar, justo en abril.  No se cumplió aquel dicho que va así: “If March comes in like a lion, it will go out like a lamb”.  No, de ninguna manera. Para peores mi invierno personal, my own winter blues, ya estaba plenamente instalado desde octubre.

            Con el propósito de lidiar con el malestar de las depresiones—no crean que me pongo triste, saco un violín y paso horas tocando canciones nostálgicas, hablo más bien de dolores musculares, sueño alterado, periodos de poco apetito—lo primero que me recetó mi psiquiatra fue una “Happy Light”.  Según las instrucciones debía sentarme al menos media hora frente a esta lámpara de intensísima luz blanca.  El tratamiento permitiría activar algo en mi cerebro (la parte sensible a la luz se halla en la frente,  las cejas y en la zona entre los ojos) que me haría sentir despejado, despierto y listo para mi día.  En ningún momento pude escribir nada creativo durante esas sesiones y una vez que terminaba y apagaba la luz, la oscuridad de la mañana invernal parecía succionar todo el efecto de la “Happy Light”.  Al final tomé la decisión más sabia:  dedicar esa media hora a dormir más. Ahora uso la lámpara cuando converso con amigos por Skype, pues me quita de la cara ese color verdoso con el que a veces salgo en pantalla.

            Entonces vino el tratamiento de verdad, con un antidepresivo llamado Effexor, muy bueno, muy caro, con pocos efectos secundarios, según mi médica.  A mí los antidepresivos siempre me hacen un daño terrible.  Paso días con una especie de recrudecimiento de los síntomas antes de mejorar y luego voy descubriendo los efectos  secundarios de más largo plazo.  Con Effexor sobreviví rápidamente el shock inicial, aunque para mí disgusto me tumbó por muchas semanas “aquello que te conté”, como solía decir mi abuela cuando quería referirse a la vagina, el pene o el trasero.  “Eso”, me advertía mi psiquiatra casi como en un ruego, “va a pasar tarde o temprano. No puede usted negar los beneficios de la medicina, y en ciertos momentos hemos de ser pacientes y esperar a cambio de los beneficios, o simplemente debemos decidir qué es más importante para nosotros: una erección o el diario vivir”.   Tal dilema filosófico-moral-sexual me puso contra la pared,  y al final opté por los beneficios tangibles. Dichos beneficios eran en realidad uno: funcionar social y productivamente.  No es solo el hecho de que la depresión vuelve insoportable al paciente sino que ser depresivo no es excusa para no ser productivo, al menos no en Los Estados Unidos.  Aunque los abundantes comerciales de antidepresivos se enfocan en las relaciones humanas y el derecho a la felicidad, lo cierto es que la depresión resulta muy cara  para el aparato productivo, y eso no es tolerable. El beneficio durante esas largas semanas de postración anatómica nada tenía que ver con mis deseos, con la gratificación espiritual que te da una aventurilla sexual. No, todo se refería a seguir montado en la máquina, no dejar de hacer ni de resolver ni de salir a comprar.

            Pero como decía al principio de este chisme, se ha acabado el invierno y este martes 19 me han dado de alta (he de aclarar para los amigos de los malos entendidos que mi naturaleza dejó de estar tumbada desde hace ya algún tiempo).  La psiquiatra me ordenó dejar la medicina no gradualmente sino de una sola vez, así que al escribir estas confesiones llevo una semana de dura desintoxicación: dolores de cabeza, nauseas, mareos constantes… Ni siquiera pude disfrutar unas alcachofas al vapor que preparé a la perfección el jueves 21 porque me cayeron como si me hubiera comido un buey con cola incluida. ¿No es una injusticia? ¿Qué cosa más tierna o inocua puede haber que una alcachofa? Uno ni siquiera se la puede comer rápido, pues antes de llegarle al corazón de pulpa hay que ir deshojando la alcachofa poco a poco (recomiendo meter la base de cada hoja en humus antes de chuparla) y  luego cortarle su corona de espinas light.

            Pero no todo es malo.  A los días pude digerir una ensalada, media sopa de verduras y el sábado, finalmente, unos pedacitos de carne. 

La vida vuelve, señoras y señores, la escritura también, aunque sea para un divertimento como éste.

domingo, 17 de mayo de 2009

El graduado


            Descubrí el cine hacia 1968 ó 1969, cuando mi hermano mayor me llevó a ver la versión animada de “El libro de la selva”.  Fue un momento de revelación, y a veces cuando me asaltan recuerdos me veo a mí mismo en la oscuridad de la sala, tratando de acomodarme en las sillas de madera del entonces fabuloso cine Cartago, el de la mejor marquesina y prestigio más sólido en mi ciudad.  Recuerdo también los slides con la información de rigor, como por ejemplo el ruego de mantener limpio el lugar, la cortesía de no hablar durante la película o de no fumar, todos hechos por un tal Wally,  quien también diseñaba los otros anuncios que se proyectaban antes de la función.

            Desde entonces el cine se convirtió en una obsesión para mí, y aunque para quienes me rodeaban quizás fue solo una extravagancia.  Mi padre jamás fue conmigo, y mi madre solamente accedió un par de veces a un musical del cantante argentino Donald y una película de Capulina tan mala que aún me acuerdo de ella.  Pero mi gran compañera de cine fue mi abuela Delfina, con quien repasé la filmografía completa de Cantinflas y todo aquello que sonara a religión,  incluyendo “El exorcista”.   Sin embargo,  el placer del cine siempre estuvo aparejado con la culpa (para mis padres era un desperdicio eso de irse los domingos a las matinés) y la soledad.

Y  como en un mundo aparte fui aprendiendo y amando el cine, sin que casi nadie se diera cuenta.  Coleccionaba en carpetas amarrillas todo lo que hubiera sobre películas, desde el aviso del periódico hasta las reseñas del inefable Carlos Catania. Lo gracioso es que no fue sino hasta años después que vi la mayoría de esos filmes con los que soñaba. Razones sobran y no vienen al caso en este momento, excepto para explicar mi vocación temprana de convertirme en director cinematográfico. Iba a ser como Truffaut, Altman o Polanski, aunque mi fuerte serían las comedias.  Esa decisión la tenía muy clara ya de adolescente, y guardé la esperanza aún cuando nunca supe cómo hacer mi plan realidad, pues lo americanos no daban becas para estudiar cine y aunque cortejé un poco a los soviéticos la verdad es que nunca me animé a solicitarles nada concreto.

Mi convencimiento de una vocación por el cine me ayudó mucho a explicar y navegar  una carrera universitaria un poco desastrosa.  Estudié medicina, luego economía, estadística, un poco de administración de negocios, filosofía e inglés.  Me tomó diez años graduarme y creo que logré terminar mi tesis por una circunstancia fortuita: Estuve por tres años en una especie de exilio en Puntarenas y Santa Cruz de Guanacaste, donde se encontraban los datos que debía analizar.

Con el tiempo mis escarceos con el cine fueron quedando en poca cosa, sobre todo en anécdotas sobre esnobs e intentos de producir algo a partir de nada. Eso sí:  Yo nunca pensé que había sufrido una crisis existencial de graduado universitario,  pues estaba seguro de que tarde o temprano llegaría a realizar mi vocación. Sin embargo, a mis tantos años de edad me pregunto si parte de la displicencia,  de la desorientación y los errores de mis veintes no se debieron precisamente al hecho de graduarme de la universidad sin saber qué hacer con mi vida. Hoy lo veo como la cosa más común, quizás la más natural:  Se acaba un ciclo, hay que entrar de lleno a la maquinaria productiva, pero aún se es en gran medida un niño.  Lo veo en mis estudiantes, muchos de los cuales vuelven a casa de sus papás y se pasan, como el Benjamin Braddock de “El Graduado” ( Mike Nichols, 1967)  holgazaneando y tratando de entender el mundo.  Yo les advierto que pasarse sin hacer nada es un lujo que solamente puede ocurrir en ciertas sociedades,  pues la mayoría de los mortales tenemos que trabajar en lo que sea.  No les digo, sin embargo, que los rigores de la vida productiva traen consigo cosas más oscuras.  Por ejemplo  causan la muerte de los sueños, contaminan la ingenuidad,  imponen un sentido del deber que puede ser capaz de corroer a una persona hasta los huesos. 

 

jueves, 9 de abril de 2009

En el suburbio

Algo que he llegado a descubrir después de vivir en el área de Mount Washington, en Baltimore, es que no soy chico de suburbios.  Tampoco lo soy de pueblos pequeños,  tal vez porque son las afueras rodeadas de campiña.  Antes de mudarme a esta parte de la ciudad creía casi a ciegas ciertos mitos de la vida suburbana:  un lugar tranquilo, muy blanco, donde la gente pagaba con aburrimiento la seguridad y el estar entre iguales.  Bueno,  no puedo negar por completo lo que he aprendido del cine y la televisión—en cierta medida también de la literatura, sobre todo cuando pienso en los cuentos de John Cheever—pero la situación resulta un poco más compleja. Donde vivo ahora, por ejemplo, es área de judíos ortodoxos de clase media. A la vuelta de casa hay una sinagoga y varios edificios aledaños en los que se reúne la comunidad. Muchas de las mujeres andan siempre con el pelo cubierto,  con camisas de manga larga y unas faldas casi a los tobillos, todo muy sencillo, de tela rústica y colores como gris o azul oscuro. Los hombres se visten de negro para ir a sus cultos o reuniones, con sombrero redondo de una sola ala.  Algunos tienen rizos largos sobre las patillas y entre semana se les puede ver con la cabeza cubierta por una kipá y con los flecos conocidos como tzitzit.

La literatura, y sobre todo el cine,  formaron hasta hace muy poco tiempo mi idea de lo que era un suburbio.  Un filme reciente como  Revolutionary Road,  de  Sam Mendes,  protagonizado por Kate Winslet y Leonardo Di Caprio,  me ha vuelto confirmar la representación del suburbio como un infierno invisible,  un lugar donde la angustia no halla espacios para ser vocalizada y el deseo se reprime hasta terminar en desgracia. La película tuvo una recepción más bien tibia en los Estados Unidos; incluso algunos críticos acusaron a Revolutionary Road  de ser uno de esos productos que las compañías cinematográficas preparan para la temporada de los oscares, pues sigue una receta supuestamente infalible: grandes estrellas,  una adaptación de un texto clásico, un buen director y un tema polémico, aunque no lo suficiente como para levantar roncha.  La película tampoco fue un éxito de taquilla: aproximadamente $22 millones localmente y $50 en el exterior.  Mendes tuvo mejor suerte hace unos diez años con American Beauty, película en la que los personajes se debaten furiosamente entre las buenas costumbres y el deseo,  pero van más allá y en lugar de ser consecuentes con el “deber ser” lo son consigo mismos.  Kevin Spacey hace el  papel de Lester Burnham, un exitoso hombre que empieza a desafiar las  reglas de su grupo social con sucesivos actos de hedonismo, con transgresiones  como enamorarse de una adolescente o dedicarse a vender hamburguesas. Tales provocaciones  se topan con la reacción enconada de la familia y de algunos sus vecinos, hasta que al final Burnham es asesinado.  El éxito de la propuesta en American Beauty radica en la posibilidad de llevar la trasgresión hasta el límite, en lugar de optar por el suicidio como única salida.  La muerte es una respuesta del medio, y como tal le corresponde a otro personaje ejecutar el asesinato.  La película está narrada con  una sutil ironía que el espectador descubre desde el mismo título,  pues american beauty es un tipo de rosa desarrollada en Estados Unidos,  la cual conserva la belleza de la flor pero carece de espinas y de aroma. 

Tanto Revolutionary Road,  como otras películas notables sobre el auge de la vida de suburbio en la década de los cincuentas—Antonio Muñoz Molina en un artículo reciente menciona The Hours y Far from Heaven—giran en torno a un tema un tanto escurridizo: el tedio.  Las tres son películas sobre gente aburrida, tanto mujeres como hombres, aunque más las primeras que los segundos.  Todas tratan también de cuestionar el concepto de sueño americano,  alegando que tras una fachada de felicidad y comodidad material se esconden contradicciones que tarde o temprano explotan.  Una de ellas es, por supuesto, el tema de raza y etnia, pues en los cincuentas la resistencia de los grupos afroamericanos empieza a ganar visibilidad. Su símbolo por excelencia es el arresto de Rosa Parks el 1 de diciembre de 1955 en Alabama, cuando Parks se niega a cederle su asiento a un blanco en un autobús. La películas en mención son todas sobre la población blanca, que aparece como la única beneficiaria real del sueño americano.  Los negros tienen usualmente roles marginales, aunque son también son una fuente de deseo, como le ocurre  al ama de casa blanca de Far from Heaven.   Las relaciones de entre individuos de razas distintas están destinadas al fracaso, con las mujeres como principales víctimas.  Ellas, sin embargo, son también cómplices, especie de guardianes del bienestar material, de las apariencias, del status quo.

Baltimore está rodeada de enormes suburbios.  Quienes aún viven en el centro, o en los barrios malos del oeste de la bahía,  afirman que esos nuevos centros urbanos se crearon a partir del miedo a los afroamericanos, a grupos emergentes como los latinos y al fantasma de la violencia usualmente asociada con esos grupos. La gente se ha ido alejando de oficinas y  otros lugares de trabajo, abandonando los edificios antiquísimos que distinguían a la ciudad, dejando espacio para que los desamparados tomen parques,  lotes baldíos,  puentes y las entradas de algunos de esos nobles edificios.  Los que no tienen hogar montan sus carpas o simplemente duermen a la intemperie cuando el clima lo permite.  

En mi suburbio casi no hay personas de color. Los pocos que estamos acá usualmente nos reconocemos, nos saludados, de vez en cuando charlamos. También le pasa a quienes de vienen de otros estados y se sorprenden al sentirse tan solos a pesar de la mucha gente que vive en el área.  Ignoro si lo más intenso que hay tras tantas puertas y paredes es deseo reprimido. No tengo más prueba de ello que el intenso silencio, la poca gente en las aceras, la uniformidad del paisaje bajo el sol, las hojas del otoño o la nieve en invierno.