sábado, 22 de noviembre de 2008

El español como eje


Sí, yo también he comprado un  ejemplar de La enciclopedia del español en Estados Unidos. Voy leyendo el libro poco a poco,  no sólo por una cuestión de volumen sino porque la obra gravita entre los datos duros y el ensayo más personal.  Por otra parte he empezado a leer por la parte que más me interesa:  la producción literaria y editorial.  El viernes 28 de noviembre,  Eduardo Lago, director del Instituto Cervantes de Nueva York,  publica en El País,  un artículo titulado “Seis tesis sobre el español en los Estados Unidos”.  Si bien comparto su entusiasmo, en parte por fe, en parte por identificación, cultural,  hay algunas reflexiones que me vienen al vuelo:

1. Un dato que sirve de argumento, no solo a Lago sino a otras personas, para apostar por un crecimiento o incluso supremacía del español en el futuro es el crecimiento demográfico de la minoría hispana.  Hablamos de datos censales para sustentar una plataforma cultural. Sin embargo, no he visto hasta el momento ninguna discusión que pruebe efectivamente que existe una relación directa entre idioma y crecimiento poblacional.  Me parece más bien que el idioma, como otras manifestaciones culturales, se beneficia del crecimiento, pero no estoy seguro de que sea el eje como tal. 

2. En el año 2050  Estados Unidos aparentemente será el país con mayor población hispanohablante en el mundo.  No nos podemos referir, sin embargo, a un español universal, unitario, sino a una o varias formas distintas de español, quizás hasta un idioma que no podríamos reconocer nosotros mismos.  Ese español de una décadas futuras no va a ser nuestro español, lo cual no está mal pero me recuerda las luchas –y más que las luchas, la discriminación—que podemos atestiguar ahora entre quienes “supuestamente hablan bien el idioma”  y los otros,  las poblaciones latinas a lo largo y ancho del territorio norteamericano.

Eduardo Lago ve la variación lingüística con entusiasmo, pero esa evolución será problemática para muchos. Ya lo es.

3. Hay una dimensión política que aún está por verse. Los latinos como otredad, los latinos como centro del poder,  hay aquí un elemento de negociación que apenas está cuajando en Estados Unidos.  En algún momento se habló de por qué Barack Obama no había escogido como candidato a vicepresidente ni a Hillary Clinton ni a Bill Richardson.  Una respuesta era que el país no podía lidiar con tanta diversidad, y que  los demócratas debían de algún modo balancear sus fórmula para que el americano medio no se asustara demasiado. 

4. El tema migratorio es parte ineludible de una plena integración de la comunidad en los Estados Unidos. La política vigente sigue creando ciudadanos de segunda clase, tanto en cuanto a derechos como a la visibilidad cultural.  El español aún ahora es visto por amplios sectores como un idioma de clases bajas y para muchos americanos el interés de aprenderlo no es por curiosidad cultural sino por pragmatismo: más clientes, mejores empleos. 

El otro Winter Blues


Para quienes venimos del trópico el invierno del norte tiene poco romanticismo. Para quienes padecemos de depresión la cosa es aún peor, pues a la inestabilidad emocional y física de la enfermedad hay que agregar el efecto del clima, algo de lo que yo personalmente nunca pensé antes de llegar a Maryland. Con los años mi depresión se ha vuelto sobre todo una cadena de reacciones del cuerpo, como que se rebelara, se disgustara y me enviara mensajes a los que no puedo responder.  Entonces aparecen los síntomas: la ansiedad por comer carbohidratos o chocolate, los problemas de memoria y concentración; me enojo fácilmente o me siento aturdido.  Paso días sin comida en la casa y puedo dormir mucho o a deshoras.  El invierno pasado, en lo más crítico,  pasé una temporada de insomnio que se me hizo eterna.  Sucede que el Winter Blues—el bajonazo de energía y esperanzas que acarrean consigo el frío, los días cortos y la luz grisácea—me golpea sin miramientos, se me va metiendo poco a poco en el cuerpo y de repente se manifiesta.  De ahí en adelante vivo entre malestares y periodos de gracia hasta que vuelve la primavera. 

Este año  mi  Winter Blues empezó un poco adelantado, y ya para el día de las elecciones en los Estados Unidos me encontraba un poco enfermo.  Aunque quería mirar los resultados hasta que se declarara un ganador, me fui a la cama cuando a Barack Obama aún le faltaban unos setenta votos electorales para lograr el número mágico de doscientos setenta.  Antes de apagar el televisor hice, sin embargo, un cálculo rápido: “Con los cincuenta y cinco votos de California, más los ocho de Washington, la presidencia está segura”.  Y como todos lo sabemos ahora, así fue.  Esa noche dormí un rato y luego me desperté desorientado.  Puse el televisor,  oí a John McCain aceptar la derrota y a Obama pronunciar su discurso en Grant Park.  Me sentí contento pero la alegría no me duró mucho: la enmienda para prohibir el matrimonio homosexual había ganado en California.  Consultas similares también triunfaron en sitios más conservadores como Florida y Arkansas, pero apenas podía entender lo que había ocurrido en un estado que apenas cinco meses antes había mostrado su cara más progresista, simbolizada en Phyllis Lyon y Del Martin, quienes habían vivido juntas por más de cincuenta años y pudieron casarse al fin cuando ya eran octogenarias.  Lo más paradójico es que en el referéndum de California fue aprobada otra moción, esta vez para garantizarle a los animales de granja mejores condiciones en sus encierros.  Es decir:  se defendieron los derechos de los animales al mismo tiempo que se trajeron abajo los de seres humanos.  Para convencer a los votantes hubo una gran campaña publicitaria basada en el miedo, financiada principalmente por iglesias, y entre ellas la poderosa iglesia mormona.  

Las organizaciones LGBT  tal vez no vieron a tiempo la aberración misma de la consulta:  Se sometía a referéndum un derecho civil de una minoría.  No se dieron cuenta, por ejemplo, de la disparidad en el acceso de recursos entre las organizaciones y los posibles opositores.  Luego no pudieron detener la campaña que iba transformando el asunto de derechos en uno de valores religiosos y luego en amenaza social.  

Y así empezó mi otro Winter Blues, el de la derrota que se mezcla con la victoria y te hace sentir confuso, el de la fe debilitada a pesar del triunfo de la promesa. Y se ha extendido porque más o menos en esos días se publicó en Costa Rica que el Tribunal Supremo de Elecciones autorizó la recolección de firmas para convocar un referéndum sobre tema similar:  la ley uniones civiles.  Y me pongo a pensar de lo que puede ocurrir en un país donde la disparidad de fuerzas es mayor, donde el movimiento LGBT no tiene el mismo nivel de organización, ni los recursos, ni el espacio político del movimiento norteamericano.  

No creo en milagros,  pero sí en la fortaleza del espíritu humano, en su capacidad de seguir adelante, de volver a sus luchas a pesar de los golpes.  En ese sentido, regresa la gente a las calles en California.  En ese mismo sentido, los pasos hasta ahora dados en Costa Rica son fundamentales, y lo que traiga el posible referéndum tendrá un impacto positivo aunque sea en el largo plazo.  

Cuando el Winter Blues cede un poco, me prometo a mí mismo no dejarme vencer, sacar adelante los proyectos, querer a los míos y cuidarlos lo mejor posible, seguir trabajando por un presente mejor, más justo y equitativo para todos. Entonces, como en este momento, me siento ante la computadora y escribo y lucho, y me acuerdo de la frase de Albert Camus que leí en un laberinto en Nueva Orleáns: “En las profundidades del invierno finalmente comprendí que yacía en mí un invencible verano”.

sábado, 1 de noviembre de 2008

La página corregida



Llevo esta página metida en la cabeza por meses, una obsesión a punto de cumplir un año.  Ve con desaliento que no ha quedado clara en el blog, pero ampliar su tamaño sería concederle aún más su ubicua condición de monstruosidad y bendición. 


Esta foto apareció en The New Yorker  del 24 y 31 de diciembre de 2007.  Reproduce un borrador de un cuento de Raymond Carver, originalmente titulado “Beginners”, con las correcciones de su editor, Gordon Lish.  El cuento, según TNY  fue recortado por Lis en una tercera parte e incluso se le cambió el título a “What We Talk About When We Talk About Love”,  el cual cimentó la el prestigio y la fama de Carver como uno de los grandes genios de finales del Siglo XX, y más específicamente como uno de los maestros del cuento.


El artículo va acompañado también por una serie de fragmentos de cartas que Carver le envió a Lish,  como una ilustración de las relaciones de amistad y profesionales entre ambos.  Me quedó la sensación, una vez terminada la lectura, de que Carver había adquirido con Lish una extraña deuda.  En cierto modo,  Lish había descubierto el diamante en bruto,  lo cual es elogiable.  Por otra parte, el Carver que admiramos muchos no es Carver en sentido estricto sino el personaje construido por su editor.  


En los últimos años se ha hablado en algunos medios sobre el papel del editor en los nuevos mercados.  Se menciona, por ejemplo, el trabajo de corrección que se hizo sobre el manuscrito original de La catedral del mar, de Idelfonso Falcones,  hasta convertir la novela de Falcones en el best-seller que ahora es.  Así como el cine ha dejado de ser la obra exclusiva de los directores para convertirse en el proyecto estético-comercial de los productores, la ficción parece recorrer similares caminos. Lish, sin embargo, me desconcierta, porque Carver no es Falcones,  ni un libro como Catedral  tiene la vocación de best-seller de La catedral del mar.   ¿Pero dónde está el límite?  ¿Cómo se negocia y hasta cuánto está dispuesto a ceder un escritor?


Creo, por otra parte, que la falta de buenos editores –lectores privilegiados,  sensibilidades que gozan de cierta distancia con respecto al material escrito– incide en la calidad de la literatura que se publica, por ejemplo, en Costa Rica.  Hay completa libertad, en cierto, pero aparecen también libros sin destilar, libros cuyo proyecto fracasa precisamente porque no  tuvo la oportunidad de pasar la criba de una crítica desde adentro, como objeto de cultura, como  un producto inevitablemente relacionado con un mercado.  


Pero ver la página de Carver con esa enorme equis de parte a parte señala que hay horrores distintos al de la página en blanco.