viernes, 25 de julio de 2008

¿Por qué Kurosawa?


 (Publicado originalmente el Viernes 25 de julio de 2008)

De tiempo en tiempo me da por ver otra vez películas de Akira Kurosawa. No todas, pues algunos de sus primeros filmes, por ejemplo El idiota, no los puedo digerir por más que trate.  Me gustan sobre todo los de las décadas de los cincuentas y sesentas, entre ellos:  Rashomon, Los siete samuráis, La fortaleza prohibida, Yojimbo…  Pero, ¿por qué me esas películas?  ¿Debe haber necesariamente  alguna razón?  Siempre la hay, sobre todo cuando estas películas tienen características que me distancian mucho.  Por ejemplo, me molesta la forma de actuación,  esas risas repentinas y escandalosas de los personajes, sin un motivo que yo entienda. Me chocan algunos rostros cuya expresión cambia poco a lo largo de la historia, casi como si fueran máscaras. Hay ciertos detalles en la edición que  me recuerdan constantemente que estoy viendo una película antigua…

    Sin embargo el cine de Kurosawa  aún tiene la capacidad de sorprender, y creo que como escritor aprendo mucho de estas películas.  Sí, claro, quien haya visto Rashomon mencionará las múltiples versiones del crimen como lo que hay que ver, o el detalle de los jueces invisibles, una estrategia que nos obliga a los espectadores ser los jueces y tomar la decisión final sobre el crimen.  Sin embargo, juzgar no necesariamente sea lo más importante de la película.  Hay esa coda en la que el niño aparece, en la que el otro posible juez (ese hombre que también ha entrado a refugiarse de la lluvia y a quien se le cuentan las historias) deja ver sus propias sombras, sobre todo su ruindad. Mientras tanto el leñador,  quien ha sido juzgado por el hombre/juez por no haber contado la verdad, su verdad, en el juicio, muestra su lado luminoso, la alegría por rescatar al niño y su determinación de llevárselo a casa y criarlo.  Para entonces ha dejado de llover y la metáfora se completa: la nuevas generaciones son la esperanza y el ser humano se reivindica a pesar de sus mezquindades.

    Me parece que mucho del cine de Kurosawa nos muestra la ambigüedad moral de hombres y mujeres. Son personajes ricos, multidimensionales, que se muestran por lo que dicen, es cierto, pero principalmente por sus acciones.  Así la arrogante princesa de La fortaleza perdida  se conmueve de la chica de la posada y la compra para liberarla, o en su viaje de huída al reino llega a comprender el goce por la vida y sobre todo las miserias de su gente.  En Los siete samuráis  el personaje de Toshiro Mifune cierra su círculo de niño abandonando mediante un gesto de heroísmo para proteger a sus iguales, los campesinos.   

    En Kurosawa los dilemas morales de los personajes evolucionan gracias a la acción y no hay miedo de las contradicciones.  Vuelo a La fortaleza, en la que los dos campesinos son a la vez solidarios y traidores,  leales y vendidos.  Ellos van de un extremo a otro con gran gracia,  sin ponernos sobre aviso de sus próximos movimientos.

Y este clima moral no está narrado desde arriba, sino todo lo opuesto.  El punto de vista es  el de los desposeídos: desplazados por la guerra, campesinos, personas del campo. 

Otros podrán hablar de la composición en las películas de Kurosawa, de innovaciones técnicas,  otros aportes que son ampliamente reconocidos.  A mí me impresiona su tremendo humanismo, su fe en la bondad –aunque golpeada– de  las personas.   

domingo, 20 de julio de 2008

Shakespeare la excusa



Una de las cosas que más me agradan del     verano en los Estados Unidos es los espectáculos al aire libre.  En una ciudad como Baltimore, por ejemplo, por semanas y semanas se exhiben películas gratis en parques y jardines. Todo lo que uno debe hacer es convocar a los amigos, 

llevar una merienda, una sábana y algo para beber.  Hay que llegar temprano para lograr un buen sitio,  preparar el picnic y dedicarse a la pereza. Ya cuando oscurece empieza la proyección, usualmente de clásicos, aunque también se proyectan documentales y algunos éxitos de años recientes.  Entonces ese momento mágico del cine se convierte en algo más,  pues se crea un paréntesis de silencio en mitad de las urgencias sin descanso de la ciudad, y ves a la gente tirada en los manteles mirando la película, o susurrándose secretos al oído, o riéndose de sus historias privadas, o preparándose con besos para lo que la noche traiga. 



El teatro al aire libre es distinto. Me parece que convoca a la audiencia de un modo más completo, dando como  resultado una experiencia intensa.  Quienes hayan estado ahí cuando en Costa Rica había temporada de teatro en el Museo Nacional sabrán a qué me refiero.  El teatro integra todo:  el escenario, el paisaje,  la noche misma.  Los espectadores compartimos con los personajes el mismo aire, las vicisitudes de un entorno natural que nos acoge pero que no necesariamente se pliega a nuestros deseos.  Puede ser que el viento se lleve un fragmento de diálogo, que la luna se refleje con tal intensidad que no podamos ignorarla, que de repente un ciervo perdido se asome entre los arbustos y luego nos deje.


Hace un año en Nueva York tuve la suerte de ver “Romeo y Julieta”, presentada por  la Public Theatre Co.  Yo estaba de visita para el Gay Pride Parade y  anduve con Óskar Sarasky su esposa Chachi (en la foto), anfitriones magníficos y conocedores únicos de los secretos de la ciudad. Hicimos una cola de tres horas por la mañana para conseguir los boletos, pero valió la pena. Vimos aquella obra magnífica con grandes actores,  con el lago del observatorio al fondo  y  una luna  tan enorme que parecía desafiarnos. 


 


Este verano he visto “La fierecilla domada” en Baltimore con mis amigos Brett y Scott,  en los jardines interiores de Loyola College. Literalmente los actores surgían del bosque y volvían a él como si fuera las calles de Padua o Verona, o las otras habitaciones de los lugares donde se desarrollaba la farsa.  Hubo una brisa suave,  más confortable aún con una copa de vino.  La puesta en escena estuvo buena aunque no al punto de volverse memorable. No importa, porque Shakespeare en el verano es una excusa  para estar con los demás y con nosotros mismos,  para sentir el entorno que el invierno o la locura diaria esconden.



sábado, 19 de julio de 2008

Con vos y Joan Jett

Mirá que me entero de un concierto de Joan Jett en Baltimore, a cielo abierto, a las 8:30 p.m. cuando empieza a anochecer en el verano. Y decido ir por ver gente, por sentirme rodeado de gente, pero también porque en mi imaginación pago una deuda con vos.  ¿Cuántos años tiene Joan Jett a estas alturas de la vida? ¿De dónde la han sacado si por años no hemos oído de ella?  Fijate que llegué al lugar del concierto y me sorprendió lo variado del público. Sí, muchísimo rebelde ochentero, ahora con camisetas polo, el pelo bien recortado (ellos),  las faldas largas y frescas, cierto aire chic de ejecutivo (ellas).  Pero además estaban los últimos baluartes del pelo largo y desordenado,  las camisetas muy raídas,  las arrugas ya profundas,  esos hippies ya tardíos a finales de los setentas que adoptaron a Joan Jett como la gran esperanza, luego de los desastres de la música disco y de las nuevas tendencias que iban surgiendo a finales de la década, esos ruidos raros de The Ramones, The Clash y Blondie.  Porque si algo tenía la Jett era la solidez interpretativa de los viejos rockeros, una presencia muy sexuada a lo Robert Plant,  y letras que sin alcanzar la altura de un Bruce Springsteen al menos le seguían los pasos.  Y había mucha gente joven también,  convocada por quién sabe qué motivos,  muy dispuestos a disfrutar el show de esa dama que muy bien podría ser su madre.

Para nuestro consuelo Joan Jett, está aún fabulosa.  Se presentó con unos pantalones  ceñidos de cuero negro, muy bajos, de esos que te permiten mostrar el ombligo y las primeras profundidades de la pelvis,  si estás en forma, o una vergonzosa  barriga si no te da vergüenza mostrarla.  Pues ella tiene un estómago perfecto, unos brazos musculosos, el pelo negrísimo y lacio,  ya no las mechas en flor que se usaban a principios de los ochentas. Aún sonríe poco en el escenario –sí, ya lo sé, nuestra referencia eran los videos musicales, pero vos entendés– y  creo que pasa así porque tiene sonrisa de niña, y cuando se le escapa baja los ojos y la cabeza con algo de timidez, y estoy seguro que se ha programado para no sonreír frente a su público, pues una mujer  con tanto control de su cuerpo y sus deseos no puede dar cabida a las debilidades del candor.

Y ella cantó y nosotros le respondimos. Los más jovencitos bailaron sin tregua. Los demás  quisimos hacerlo también, pero a los tantos minutos ya nos duelen los pies y en mi caso la multitud empieza a acongojarme.  Te cuento que la gente ya no levanta encendedores de mecha, sino sus celulares. Con ellos iluminan la noche y documentan el evento.  Algunos nostálgicos perdidos –o esnobs, o miembros de los nuevos cultos, vos escogés– de cuando en cuando mostraban en alto sus l.p. de vinilo,  la mayoría en perfecto estado, piezas de colección y recuerdo.

No necesito recordarte el repertorio de Joan Jett,  vos lo sabés de corazón aunque te cuento que tiene nuevas canciones en un disco llamado “Sinner”.  Sí te cuento que puede tocar muchas canciones sin interrupción, que no necesita un banquito en el escenario para sentarse a escondidas, que jamás habla del pasado.  Pero yo al menos fui al concierto precisamente por el pasado, el nuestro. ¿Te acordás cuando me dijiste que tu sueño salvaje era ser una rockera como Joan Jett?  No estoy seguro dónde me revelaste tal deseo,  pero me gustaría pensar que fue en nuestras conversaciones  camino a la oficina, no en mi Saveiro negro sino en tu extraño carro soviético, aquel  al que le daban unos estertores muy raros después de apagarlo y de sacar la llave de la ignición.  Tuvo que haber sido en uno de esos viajes,  pues en ellos cimentamos nuestra amistad a base de confidencias. 

            Y por eso también tenía que ir al concierto de Joan Jett.  Fue por nosotros, como homenaje a nuestra amistad, a tus sueños salvajes.  Pensé en algún momento que tendría algún tipo de revelación, alguna experiencia extraña, como verte asomada por alguna esquina del escenario.  No fue así,  pero ocurrió algo mejor: Sentí otra vez el fuego de nuestras ilusiones y de nuestras luchas.  Eso me hizo feliz.

jueves, 10 de julio de 2008

Rainbow Bridge Border Crossing




Veníamos del otro lado, de Canadá, mis amigos Pedro, Hilda y yo, de las cataratas del Niágara para ser precisos,  un lugar icónico en los cincuentas que muchos americanos ahora ven por encima del hombro, pues en mejores épocas era el destino por excelencia para los recién casados de clase media.  Regresábamos, digo, de maravillarnos de la belleza del sitio, a pesar de la enormes construcciones para controlar y canalizar las aguas, de la parafernalia turística, de la ciudad que parece colgar del paisaje pero que reproduce una inmensa feria, abarrotada de gente de todas partes del mundo, caótica: restaurantes a montones, casas de misterio, el castillo de Drácula, el de Frankenstein, y de otros monstruos domados por el afán comercial.  

Creíamos tener suerte pues el Rainbow Bridge estaba justo ahí en la zona turística, una estructura con forma de arco desde donde podían verse las cataratas de frente, aunque a la distancia. Lograríamos pasar sin demora al lado americano, pues como adición a nuestra buena fortuna no había fila de carros.

Llegamos a la casetilla de inmigración, entregamos pasaportes y tarjetas de residencia, sin mirar al oficial como bien lo instruyen a uno otros inmigrantes, aunque no había nada que temer porque una vez que el inmigrante se convierte en residente se acaban las humillaciones en las fronteras, la puerta estrecha de Estados Unidos se amplía.

El oficial era muy simpático, demasiado. Reconfirmó nombres, nacionalidades, preguntó por nuestras actividades del día y luego por la fecha de nacimiento de mi amigo Pedro. Pregunta curiosa, pues el que cumplía años ese día era yo, y en la nota relajada, casi cómica del oficial, lo que correspondía era felicitarme. 

De repente el carro estuvo rodeado de policías,  algunos con perros. El oficial simpático le ordenó a  Pedro bajar y lo cachearon.  A Hilda le ordenaron pasarse al asiento del conductor y luego llevar el vehículo hacia cierto sector de las instalaciones. Literalmente escoltados por un policía,  nos hicieron pasar a mi amiga y a mí a un salón donde otros en problemas aguardaban.  

A Pedro se lo llevaron a alguna parte que ignorábamos. Según nos contó después, lo metieron en una celda abierta, sin explicación alguna de lo que estaba pasando.  Alguien, en algún momento, cruzó por el pasillo y le preguntó por qué estaba detenido.  Pedro, con buen tino, quizás con mucha sorpresa, le dijo que no estaba detenido.

En el salón enorme había una pareja de orientales, una familia de rasgos árabes,  una mujeres gordas, con niños, con aspecto de white trash, y una mujer blanca, rubia, muy bien puesta, que en sus ansias de hablar me explicó apenas me acerqué que ella estaba ahí por su tratamiento para la tiroides.  Dos meses antes había tomado una pastilla y rastros radiactivos habían quedado en su cuerpo.  Al pasar por el puesto fronterizo los sensores se habían activado y estaba a la espera de que la revisaran.  Ella sí sabía los motivos para estar detenida

Hilda decidió llamar a su abogada de migración, con quien no hablaba desde el año 2005, cuando se cerró el ciclo de la residencia temporal.  De inmediato un oficial le indicó que no se podían usar  teléfonos celulares en el recinto.  Quedaba uno de monedas, pero no estaba permitido salir al auto a buscar cambio, ni el aparato sirvió cuando finalmente mi amiga hizo el intento de llamar.  Enfrentamos entonces una de las grandes paradojas del poder:  Tener derecho a algo, pero no a los medios para conseguirlo. Entonces se puso en marcha una mecánica de solidaridad.  Las mujeres con niños — ya habían ofrecido monedas para el público— le propusieron a Hilda que llamara a escondidas, desde una esquina donde fuera difícil ser descubierta por las cámaras ocultas o los espejos convexos, o desde los enormes ventanales donde alguien podía estar observando.  Ellas y yo rodeamos la esquina, ocultando a Hilda mientras se intentaba comunicar por su celular.  La señora radioactiva no se movió de su asiento, pero una vez que mi amiga terminó su llamada le hizo otra vez el cuento de la tiroides y el medicamento. 

La abogada prometió llamar de inmediato, pero no necesariamente lograr algo.  “No van a decirme por qué está detenido”,  se lamentó,  “pero al menos sabrán que es mi cliente”. Quizás sí hubo resultados, pues sacaron a Pedro de la celda y lo llevaron a un cuartillo que al menos no parecía parte de una prisión. Le tomaron las huellas digitales, lo dejaron solo y a la espera. 

Al salón grande llegó más gente.  A algunos les permitieron marcharse.  Las mujeres con niños salieron a fumar a pesar de las prohibiciones.  A la señora rubia la revisaron con un contador Geiger delante de todos.   Los únicos que parecían disfrutar o al menos seguir en la normalidad eran los niños.  Ellos demandaban ir al baño –había que solicitar el papel higiénico en un mostrador– y jugaban a encontrar a sus padres tras alguno de los ventanales.  Unos chiquillos de entre cuatro y seis años finalmente descubrieron a su papá en el segundo piso y empezaron a intercambiar besos y gestos que podían significar “te quiero” o simplemente nada.

Después de esperar sin noción del paso del tiempo, pudo haber sido una hora o dos, eso no tenía importancia, salió un oficial con Pedro y los documentos de todos nosotros.  Dijo que un criminal de California usaba entre sus alias exactamente el nombre y apellidos de mi amigo, así como su fecha de nacimiento. No dio disculpas,  no podía por procedimiento. Nosotros tomamos lo nuestro y salimos sin decirle nada. Nunca hay que decirles nada ni mirarlos a los ojos, eso aconsejan los que saben.

No es la primera vez que los oficiales de migración me detienen. En otras partes a mí me ha tocado también estar en “el cuartito”, pero nunca en una celda.  Cada experiencia ha sido diferente, pero quizás el temor y  la impotencia han sido los mismos. Y es muy probable que la llamada de la abogada funcionara, reflexionó Hilda más tarde,  como ese desplante de poder capaz de responder de tú a tú al otro desplante de poder, el de los oficiales que dan órdenes, retienen, decomisan vigilan, reprimen.  Nosotros, no dejo de reconocerlo, teníamos todas las posibilidades de salir bien librados: nuestros papeles estaban en orden,  teníamos residencia permanente en el país, trabajo autorizado… Éramos, somos, privilegiados.  Aún así el temor estuvo ahí, aún así la total impotencia contra un sistema que excede a sus ciudadanos.   Pero somos los privilegiados.

lunes, 7 de julio de 2008

En Clave de Luna


Acabo de terminar de leer por segunda vez esta magnífica novela de Óscar Núñez Olivas. La leí con el mismo interés y entusiasmo de hace unos años, y me complació muchísimo encontrar nuevas cosas, detalles que antes había sentido pero de los que no me había percatado a cabalidad. Me refiero, por ejemplo, a la cuidadosa construcción del texto, la arquitectura invisible para el lector que sustenta las distintas historias, todas enlazadas para discurrir como la vida misma. Me impresionó de nuevo encontrar un relato coral (aunque los personajes de Gustavo y Maricruz podrían considerarse los solistas o las voces principales), poblado de gente de carne y hueso, que se equivoca mucho, que hace trampas o guarda secretos porque los afectos no son perfectos, ni los miedos se pueden poner por completo al lado.  
En esta segunda lectura me detuve con más detenimiento en los planteamientos éticos del texto, en los dilemas de la verdad --a nivel social, individual-- y en los intereses que determinan lo que entenderemos por verdadero, sea que venga de un periódico o de las conclusiones de la policía sobre un caso criminal.
Un libro excepcional, definitivamente.