domingo, 7 de diciembre de 2008

El viejo héroe


Dickinson College es una prestigiosa universidad en Pennsylvania, a dos horas de Philadelphia, hacia el este, y de Baltimore hacia el sur.  Se dice que es una institución muy cara, que un año en Dickinson cuesta tanto como un año en Harvard, por lo que sus estudiantes son, en general, muchachos de familias adineradas.  Se dice también que el área donde se encuentra,  Carlisle, está muy aislada y es pobre y conservadora. 

Hay toda una cultura de los small colleges,  al menos en esta área de los Estados Unidos llamada Mid Atlantic.  Quienes van a estudiar a estos lugares les gusta estar en un campus pequeño, recibir mucha atención de sus profesores, desarrollarse como futuros profesionales en un ambiente que quizás no encuentran en instituciones de mayor tamaño o en las grandes ciudades.  Por otra parte, la presencia de los padres de familia es más constante y visible.  Hay cierta razón en ello, pues el costo de la educación superior en Estados Unidos es muy alta y las familias terminan pagando fuertes sumas por la educación de sus hijos.  Digamos que los padres cuidan su inversión.

Dickinson College es lo suficientemente poderosa para tener a Mario Vargas Llosa en residencia por dos días.  El miércoles 3 de diciembre se ofrecía una suerte de encuentro con el escritor, así que manejé con mi colega Amy McNichols casi 80 kilómetros para ver a mi viejo héroe.   Fue un viaje por carreteras secundarias, cruzando pequeños pueblos en medio de un paisaje oscurecido por el la proximidad del invierno. Los árboles que usualmente pierden las hojas ya estaban completamente desnudos.  El verde de las coníferas parecía acentuarse con la falta de luz, y muchas casas a la orilla del camino tenían ya la iluminación navideña:  renos plásticos,  lucecitas titilantes, falsos hombres de nieve.  Yo manejaba mientras Amy me iba dirigiendo hacia las salidas correctas y las rutas que debían llevarnos hasta Carlisle; yo pendiente de la carretera y sus proximidades en busca de puntos luminosos en la oscuridad, pues me han contado que así se sabe si hay venados cerca.  Es usual, sobre todo en estas épocas, tener accidentes por causa de los ciervos, que son confiados y torpes, se deslumbran con las luces de los autos y tienden a reaccionar despacio y erráticamente.

Carlisle parecía dos ciudades en una.  En las afueras uno podía decir que regresaba a un lugar ya conocido, uno de esos pueblos que se repiten y se repiten a lo largo del territorio americano.  Sin embargo, conforme nos acercábamos al centro los edificios adquirían más encanto, la iluminación de las calles mejoraba notablemente, aparecían cafecitos, floristerías y el paso de la luz por la humedad suspendida en el aire creaba unos tonos sepia que te hacían pensar en espacios acogedores.

Detrás de la biblioteca se levantaba un auditorio enorme,  donde se llevaría a cabo la presentación. El auditorio  tenía un ingenioso sistema de paneles que permitía dividirlo en áreas más pequeñas, salas más íntimas dentro de la enormidad del edificio.  Ahí estaba Vargas Llosa, sentado a una mesa, con una copa para el agua y dos libros.  Cuando llegamos la actividad ya había comenzado y el escritor comentaba algo sobre el oficio de escribir.  Luego leyó un párrafo en español de “La tía julia y el escribidor” y después mató a la audiencia con la lectura del primer capítulo en su versión inglesa. Era difícil entenderle por su pronunciación, su acento y por la cadencia de su lectura.  Muchos estudiantes se marcharon en cuanto pudieron,  otros se dedicaron a dormitar y una parte muy pequeña de los asistentes reaccionó al texto.  Pero Vargas Llosa hizo su trabajo.  Se mantuvo sereno, cordial. Terminó su lectura y las autoridades le entregaron un diploma que a la distancia parecía más bien un calendario de escritorio. Luego compartió unos minutos con quienes nos quedamos por ahí para saludarlo, tomarnos una foto y lograr un autógrafo. Se acercaron algunos jóvenes latinoamericanos, pero la mayoría de quienes le hicimos rueda éramos viejos lectores, atraídos por un respeto y una admiración también de larga data. Vargas Llosa, todo un profesional, fue amable, contestó preguntas e hizo comentarios, posó para las fotografías.  Me recordó situaciones similares con gente como Carlos Fuentes o  Jorge Edwards, otros dos escritores que saben tratar bien a su público.

Estando allí empecé a evocar con mi amiga otros tiempos.  Le conté de cuando conocí a Vargas Llosa en Costa Rica en los años ochenta, quizás. Le conté de lo importantes que fueron sus libros cuando yo era también muy joven. Después hablamos con otras personas,  todas ancladas en lo que fue, pues en el presente estaban los trabajos, los hijos ya crecidos e irreconocibles, el cansancio de las jornadas y ese ícono llamado Vargas Llosa, muy derecho,  aún atractivo,  intocable en su altura. Pero a la misma vez Vargas Llosa era un escritor que yo ya no leía, un artífice cuyas mejores luces venían apagándose desde los ochentas y cuya literatura ya no me interesaba. Era un hombre que me desconcertaba, pues siendo tan brillante porfiaba en confundir libertad con libertad de empresa, y en defender a capa y espada ideologías que sustentan violencia y grandes desigualdades. 

Ver a Vargas Llosa fue cerrar un capítulo en mi historia personal. Dejar Dickinson esa noche fue despedirme de casi todos mis viejos héroes: García Márquez,  Fuentes… Mientras manejaba de regreso a casa en algún momento pensé en las sabias palabras de mi amiga Eugenia Meza,  quien hace poco me decía que todo en la vida es un relevo.  Lo dijo como parte de una conversación sobre sus hijas, pero también como un aviso en lo personal.  Y ya en mi apartamento, haciendo balance de la experiencia, siento que lo mejor de la noche fue viajar con Amy McNichols. Hablar con ella. Aprender de ella. 

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