lunes, 22 de diciembre de 2008

Best of suerte


Dice  Junot Díaz en una entrevista en la televisión latina de Nueva York que su Oscar Wao es una historia sobre la soledad,  de cómo las relaciones con una persona—habría que aclarar que “relaciones” significa no afecto sino sexo—se constituyen en el único momento de liberación de la soledad, ese fukú o maldición con el que nacemos.  Una premisa muy seria para un libro tan gozoso, tan jodedor como se diría en Cuba, tan variado en cuanto a temática y tan libre en su uso de los idiomas y la cultura.  

A Junot Díaz lo había leído como cuentista. Drown es un libro muy conocido y de vez en cuando aparecen cuentos suyos en The New Yorker.  Si mal no recuerdo, Díaz y Daniel Alarcón son los únicos latino writers que publica The New Yorker, pues la otra colaboradora asidua, Alma Guillermoprieto, lo hace con sus reportajes y crónicas, no en la sección de ficciones.  De América Latina, el otro elegido es Roberto Bolaño, de quien se han publicado al menos tres historias. 

Creo que ya es de dominio público que once años separan Drown  de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao.  Díaz no da muchas explicaciones sobre ese largo hiato, aunque en términos americanos la razón es simplemente el llamado writer’s block. Recuerdo un ensayo de Anthony Burguess sobre este tema. Burgess decía que solamente los escritores de Estados Unidos sufrían de writer’s block.  Ni siquiera sus colegas de otros países de lengua inglesa pensaban que pasar años sin escribir fuera síntoma de alguna condición anormal. Según Burgess,  el escritor no está obligado a tener siempre algo que decir. Además su obra puede ser muy extensa o muy breve.  Extensa como la de Joyce Carol Oates o breve como la de Salinger.  Pero el writer’s block es un fenómeno directamente relacionado con la productividad. No es en sí algo del arte sino de la industria.  El talento se mide por la calidad, pero una parte importante de la calidad es la capacidad de producir y, por supuesto, de tener éxito.

Díaz se pasó todos esos años enseñando escritura creativa en el MIT.  Es uno de los pocos escritores que he escuchado referirse de manera positiva sobre sus estudiantes. Muchos de los escritores de renombre que enseñan creative writing tienen grandes privilegios, viajan mucho y los muchachos aprenden por ósmosis más que por tener un buen mentor.

Pues Oscar Wao salió al mercado, ha tenido un éxito notable y ahora incluso está traducido al español por Achy Obejas, notable periodista y escritora de origen cubano.  Tarea difícil la traducción de un texto que toma partido de las estructuras lingüísticas de ambos idiomas y cuya mezcla español-inglés demanda un lector bilingüe. Oscar Wao es, en cierto modo, una novela latinoamericana escrita en inglés.  Sus personajes y temáticas me parecieron muy familiares, y aunque gran parte de la trama ocurre en los Estados Unidos,  es muy probable que el lector gringo encuentre el texto exótico, extranjero, como lo serían algunas novelas de Julia Álvarez o de Edwige Danticat. Y aunque el título ironiza sobre el personaje principal,  la novela de Díaz no gira tanto en torno a él sino a la República Dominicana y la diáspora que se origina en la era de Trujillo.  Hay un sustrato de violencia que no cede y un pesimismo que parece anunciar que una vez que se han jodido las cosas no hay vuelta atrás.

Me ha gustado mucho la novela, sobre todo por la forma en que está escrita. Y me parece que podemos aprender de Junot Díaz,  de su humor, de su consciencia de la extranjería y de lo que significa ser inmigrante o hijo de inmigrante no sólo en Estados Unidos sino en la tierra que uno ha dejado.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Lo que le pasa a los otros

Le ha costado mucho a la sociedad americana admitir que lleva tiempo en una crisis económica.   El gobierno  reconoció oficialmente que el país estaba en recesión hace apenas unas semanas, y cuando lo hizo tuvo que admitir que las cosas andaban mal desde el 2007.  El presidente Bush ya no pudo recurrir más a su optimismo,  ni a su fe en los mercados.  Cuando admitió el estado de cosas su discurso se orientó a la eficiencia—estamos tomando las acciones necesarias—y a la fortaleza moral de los ciudadanos, dos abstracciones resultan exitosas dependiendo de quien las enuncie. 

Según parece,  uno de los mayores indicadores del miedo—no prudencia—del americano medio es que ya no consume.  Se puede tener evidencia de ello cuando uno va un domingo al mall y lo encuentra vacío, o cuando llegan en el correo cupones con todo tipo de ofertas.  Pero nadie habla de ello, al menos en los círculos académicos en los que me muevo. No son círculos intelectualmente poderosos, no hay estrellas que dicten cátedra cuando pueden.  El hecho de enseñar en un pequeño college orientado a la enseñanza,  no la investigación, te pone en contacto con otra parte de la clase media americana y de la academia en sí misma. En su mayoría es gente con familia, preocupaba más por sus hijos que por su carrera.  De mis colegas, más de un noventa por ciento vive en pequeñísimos pueblos, fuera de la dinámica cultural y social de los grandes centros urbanos cercanos; son comunidades blancas,  conservadoras aunque de un conservadurismo más moderado, en general sin los extremismos ni las obsesiones y resentimientos históricos que se pueden hallar en el Sur.  Maryland es, además, un estado bastante rico. Su cercanía Washington DC ha permitido el surgimiento de grupos económicamente poderosos, cuyos ingresos provienen de la venta de servicios al gobierno.  

A simple vista, la crisis económica pareciera no estar ahí, o al menos en mi realidad más inmediata.  Por ejemplo, se sabe que hay muchísimas casas para la venta,  pero no sé de nadie que haya perdido su vivienda.  Nadie se ha quedado sin trabajo y aún las cifras de desempeño financiero del college no son desalentadoras. Todo bien, pues todo parece estar en la periferia. O casi.  Mi fondo de retiro ha registrado pérdidas por varios trimestres consecutivos,  quizás no haya aumento de sueldos el próximo año, pero a cambio el precio de la gasolina ha bajado a casi un dólar cincuenta el galón al momento de escribir este ensayo.  ¿Qué más me puede pasar? No tengo hipoteca,  mi carro todavía anda, el saldo de mi tarjeta de crédito es aún manejable…  ¿Será que la crisis sólo le pasa a los demás?  Mi amigo Todd, un enfermero en el servicio de emergencias de un hospital en Seattle, me ha contado que ahora son frecuentes los casos de intento de suicidio por razones financieras.   José, en Washington DC, está preocupado porque las clínicas que dan servicios a las minorías—latinos, enfermos de SIDA—están recortando personal.  A él le han dicho que no se preocupe, pero nunca se sabe… Muchos, si no la mayoría, de los concursos para llenar puestos académicos se ha cerrado por este año lectivo… Pero la realidad, vista en el televisor o la pantalla de la computadora, sigue siendo lejana.  Cuando caigan los grandes fabricantes de autos,  quienes se van a joder estarán en Michigan o en lugares infames desperdigados a lo largo y ancho del país…  Quienes han perdido millones con el fraude perpetrado por Bernad Madoff dan declaraciones desde sus lujosos apartamentos de Manhattan… Los billones de dólares aprobados para rescatar Wall Street  no son una pila de billetes sino una abstracción y como tal se van evaporando sin resultados tangibles… Los analistas que han sido ignorados por mucho tiempo aprovechan sus minutos en primera plana para reivindicar sus ideas, mostrar sus modelos y pronosticar una larga y dolorosa caída.  Hablan de productos financieros altamente riesgosos que no han explotado todavía en pérdidas. Hablan de incertidumbre,  pues nadie sabe a ciencia cierta hasta dónde las interconexiones entre los mercados se van a ver afectadas.  

Saber también está matizado por las luchas ideológicas.  Oxigenar la industria del automóvil pasa por las relaciones con los poderosos sindicatos de GM, Chrysler y Ford.  Dejar que el sistema caiga y se levante por sí mismo pareciera el sueño realizado de los más extremos cultores del neoliberalismo.  La acumulación de productos financieros respaldados por las hipotecas basura no solamente reabre las heridas del proceso de desregulación financiera sino que pone en el centro del conflicto el papel del estado…

Pero todo parece ocurrir en otros mundos, fuera del trajín diario y del silencio en el que escribo estas reflexiones.  Ahora mismo oigo un tren a la distancia y me sorprendo.  Es la primera vez que lo escucho.  Esta madrugada la sirena de una ambulancia (quizás ni siquiera era una ambulancia) me despertó y me mantuvo insomne por un par de horas.  Hay señales,  hay avisos,  pero la inmensidad de lo que está ocurriendo vuelve todo algo abstracto.  Sin embargo poco a poco se materializa y lo hace en fracasos y pérdidas concretas, en personas con nombre y apellido. Y cuando todo se derrumba nadie puede clamar inmunidad.  Uno se inventa la distancia para poder seguir su vida.  Solamente una estrategia para sobrevivir.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Milk


Algo que he descubierto no hace mucho es que las noches extremadamente frías pueden ser muy bellas.  Este siete de diciembre en Baltimore tuvimos un cielo muy azul, con luna creciente,  aparentemente tan baja y brillante que era imposible no tomarse su tiempo para mirarla, respirar el aire con aroma a pino y a madera quemada en chimeneas, y sentirse bien aún cuando las temperaturas estaban muy por debajo de los cero grados centígrados.

Esa noche había juego de futbol americano en la ciudad, por lo tanto era posible que los cines estuvieran vacíos. Mejor,  pues cuando veo películas “serias” me encanta la soledad de las salas de cine.  Por otra parte, cuando el filme es cómico, me parece que estar en medio de un grupo numeroso de gente que reacciona y se divierte hace la experiencia más memorable.

Este fin de semana se estrenó en las grandes ciudades “Milk”,  sobre la vida como activista y político de Harvey Milk,  un newyorkino homosexual transplantado a San Francisco en 1972, quien luego de varios intentos fue resultó elegido concejal de la ciudad.  Milk fue el primer homosexual fuera de clóset en lograr un puesto público por elección popular.  Si bien ese logro es suficiente como figura de referencia para el movimiento gay,  Milk logró una hazaña aún mayor:  conseguir el apoyo de los votantes a nivel del estado de California para vencer en un referéndum una propuesta que pretendía el despido de todo educador homosexual y de quienes lo respaldaran.  Esta historia me hizo recordar lo que sucedió en Cuba a principios de los setentas, cuando el Congreso de Educación y Cultura tomó una decisión similar y se desató un caza de brujas que puso fuera de circulación a gente como Lezama Lima o  Virgilio Piñera.

La película me emocionó mucho.  Gus Van Sant, su director, construye la historia a partir de tomas auténticas de homosexuales arrestados en bares y otros lugares de reunión en New York (lo que llevaría finalmente a las revueltas de Stonewall). La mayoría de los hombres que aparecen en estas tomas ocultan su rostro, e incluso hay uno que ante la insistencia del camarógrafo termina lanzando su trago a la cámara.  Dos aspectos quedan planteados en ese momento:  por una parte la vergüenza de ser expuesto en público como homosexual;  por otro, y más importante aún,  la intromisión en la vida privada del ojo y la autoridad públicas.  Son dos aspectos que aún ahora son vitales en la discusión de las minorías sexuales:  la constante vigilancia y la represión social y legal. Milk, en la breve escena que sucede en New York es como esos hombres del pietaje documental.  En el metro de la ciudad encuentra a un bello muchacho, Scott, al cual conquista y con quien celebra su cumpleaños en la cama.  Hablan de un nuevo ambiente, de un recomenzar y se mudan a San Francisco,  al área de La Castro. Es aquí donde Milk empieza a evolucionar como miembro de una comunidad, pero lo hace rodeado de jóvenes.   Y aquí es donde Van Sant lanza otra propuesta:  El rol de las nuevas generaciones en los cambios.  Si bien Milk  es el mentor y mediador entre los chicos,  son ellos quienes al final de la película aparecen como los líderes.  Las imágenes finales de la película muestran una marcha de miles de personas para honrar a Milk. En contraste con el principio del film, vemos a esas personas en la calle rumbo a la alcaldía de la ciudad. Nadie se oculta, por contrario el deseo es que su presencia se notada.  Además cada uno porta una vela, la cual ilumina los rostros individuales y a la vez permite al director jugar con la idea de multitud,  pues la concurrencia de muchas velas individuales crea una corriente de luz, muestra el poder de la solidaridad.  Scott y Anne, el joven homosexual y la joven lesbiana, se sorprenden al toparse con la multitud.  Ellos están al frente y los manifestantes avanzan y los rodean.  Ambos se conmueven al darse cuenta del poder del legado de Milk. Luego en una sucesión de fotos podemos enterarnos de lo que ocurrió con esos jóvenes, la mayoría líderes de la comunidad gay.

Vayan a ver esta película. Ojalá les conmueva como me conmovió a mí.

domingo, 7 de diciembre de 2008

El viejo héroe


Dickinson College es una prestigiosa universidad en Pennsylvania, a dos horas de Philadelphia, hacia el este, y de Baltimore hacia el sur.  Se dice que es una institución muy cara, que un año en Dickinson cuesta tanto como un año en Harvard, por lo que sus estudiantes son, en general, muchachos de familias adineradas.  Se dice también que el área donde se encuentra,  Carlisle, está muy aislada y es pobre y conservadora. 

Hay toda una cultura de los small colleges,  al menos en esta área de los Estados Unidos llamada Mid Atlantic.  Quienes van a estudiar a estos lugares les gusta estar en un campus pequeño, recibir mucha atención de sus profesores, desarrollarse como futuros profesionales en un ambiente que quizás no encuentran en instituciones de mayor tamaño o en las grandes ciudades.  Por otra parte, la presencia de los padres de familia es más constante y visible.  Hay cierta razón en ello, pues el costo de la educación superior en Estados Unidos es muy alta y las familias terminan pagando fuertes sumas por la educación de sus hijos.  Digamos que los padres cuidan su inversión.

Dickinson College es lo suficientemente poderosa para tener a Mario Vargas Llosa en residencia por dos días.  El miércoles 3 de diciembre se ofrecía una suerte de encuentro con el escritor, así que manejé con mi colega Amy McNichols casi 80 kilómetros para ver a mi viejo héroe.   Fue un viaje por carreteras secundarias, cruzando pequeños pueblos en medio de un paisaje oscurecido por el la proximidad del invierno. Los árboles que usualmente pierden las hojas ya estaban completamente desnudos.  El verde de las coníferas parecía acentuarse con la falta de luz, y muchas casas a la orilla del camino tenían ya la iluminación navideña:  renos plásticos,  lucecitas titilantes, falsos hombres de nieve.  Yo manejaba mientras Amy me iba dirigiendo hacia las salidas correctas y las rutas que debían llevarnos hasta Carlisle; yo pendiente de la carretera y sus proximidades en busca de puntos luminosos en la oscuridad, pues me han contado que así se sabe si hay venados cerca.  Es usual, sobre todo en estas épocas, tener accidentes por causa de los ciervos, que son confiados y torpes, se deslumbran con las luces de los autos y tienden a reaccionar despacio y erráticamente.

Carlisle parecía dos ciudades en una.  En las afueras uno podía decir que regresaba a un lugar ya conocido, uno de esos pueblos que se repiten y se repiten a lo largo del territorio americano.  Sin embargo, conforme nos acercábamos al centro los edificios adquirían más encanto, la iluminación de las calles mejoraba notablemente, aparecían cafecitos, floristerías y el paso de la luz por la humedad suspendida en el aire creaba unos tonos sepia que te hacían pensar en espacios acogedores.

Detrás de la biblioteca se levantaba un auditorio enorme,  donde se llevaría a cabo la presentación. El auditorio  tenía un ingenioso sistema de paneles que permitía dividirlo en áreas más pequeñas, salas más íntimas dentro de la enormidad del edificio.  Ahí estaba Vargas Llosa, sentado a una mesa, con una copa para el agua y dos libros.  Cuando llegamos la actividad ya había comenzado y el escritor comentaba algo sobre el oficio de escribir.  Luego leyó un párrafo en español de “La tía julia y el escribidor” y después mató a la audiencia con la lectura del primer capítulo en su versión inglesa. Era difícil entenderle por su pronunciación, su acento y por la cadencia de su lectura.  Muchos estudiantes se marcharon en cuanto pudieron,  otros se dedicaron a dormitar y una parte muy pequeña de los asistentes reaccionó al texto.  Pero Vargas Llosa hizo su trabajo.  Se mantuvo sereno, cordial. Terminó su lectura y las autoridades le entregaron un diploma que a la distancia parecía más bien un calendario de escritorio. Luego compartió unos minutos con quienes nos quedamos por ahí para saludarlo, tomarnos una foto y lograr un autógrafo. Se acercaron algunos jóvenes latinoamericanos, pero la mayoría de quienes le hicimos rueda éramos viejos lectores, atraídos por un respeto y una admiración también de larga data. Vargas Llosa, todo un profesional, fue amable, contestó preguntas e hizo comentarios, posó para las fotografías.  Me recordó situaciones similares con gente como Carlos Fuentes o  Jorge Edwards, otros dos escritores que saben tratar bien a su público.

Estando allí empecé a evocar con mi amiga otros tiempos.  Le conté de cuando conocí a Vargas Llosa en Costa Rica en los años ochenta, quizás. Le conté de lo importantes que fueron sus libros cuando yo era también muy joven. Después hablamos con otras personas,  todas ancladas en lo que fue, pues en el presente estaban los trabajos, los hijos ya crecidos e irreconocibles, el cansancio de las jornadas y ese ícono llamado Vargas Llosa, muy derecho,  aún atractivo,  intocable en su altura. Pero a la misma vez Vargas Llosa era un escritor que yo ya no leía, un artífice cuyas mejores luces venían apagándose desde los ochentas y cuya literatura ya no me interesaba. Era un hombre que me desconcertaba, pues siendo tan brillante porfiaba en confundir libertad con libertad de empresa, y en defender a capa y espada ideologías que sustentan violencia y grandes desigualdades. 

Ver a Vargas Llosa fue cerrar un capítulo en mi historia personal. Dejar Dickinson esa noche fue despedirme de casi todos mis viejos héroes: García Márquez,  Fuentes… Mientras manejaba de regreso a casa en algún momento pensé en las sabias palabras de mi amiga Eugenia Meza,  quien hace poco me decía que todo en la vida es un relevo.  Lo dijo como parte de una conversación sobre sus hijas, pero también como un aviso en lo personal.  Y ya en mi apartamento, haciendo balance de la experiencia, siento que lo mejor de la noche fue viajar con Amy McNichols. Hablar con ella. Aprender de ella.