domingo, 31 de agosto de 2008

Esperando a Gustav


Este sábado 30 de agosto, como a las 8:30 de la noche, hubo un apagón en mi barrio, en el noroeste de Baltimore. Pocos minutos antes había terminado una tormenta de cierta intensidad, con algunos rayos incluso, pero no me preocupé:  al fin y al cabo tengo experiencia con el mal tiempo, y la lluvia trae consigo tintes de hogar pues me regresa a Nueva Orleáns y a Costa Rica. Hace cosa de un año, sin embargo, esa misma habilidad para recordar estaba un poco debilitada.  Yo iba por la ciudad conduciendo con mi hermana cuando se vino un aguacero.  Baltimore es una ciudad de extremos, con enormes barrios pobres no muy lejos de marinas fabulosas o de viejos edificios recuperados para apartamentos de lujo.   Esa vez me asusté, sentía la lluvia como la amenaza más grande, un peligro que nos rebasaba. Iba muy nervioso por ciertas avenidas de los barrios pobres, pasando los charcos enormes con demasiado cuidado.  Entonces mi hermana,  con la vista fija en ninguna parte,  dijo como para sí misma: “Ya se te ha olvidado lo que significa llover.  ¿Esto?  Esto no es nada”.

Mi apartamento está ubicado en un segundo piso y cuando llueve el ruido es arrullador. Anoche, sin embargo, se fue la lluvia y sin electricidad se vino un silencio denso, oscuro.  Algunos vecinos salieron de sus apartamentos, no necesariamente a conversar entre ellos. Caminaron unos minutos por las zonas verdes del complejo,  la mayoría con sus perros, luego volvieron a casa. Así la estela de la lluvia, el apagón, el silencio, me trajeron muchas cosas,  al y fin al cabo son malos compañeros de una soledad muy trabajada.  

Ese mismo sábado me había pasado haciendo llamadas telefónicas, vigilando Nueva Orleáns a través de Internet.  Para cuando la luz se fue, casi todos mis amigos habían evacuado la ciudad.  Los pocos que aún permanecían estaban reforzando las puertas de sus ventanas o poniendo a salvo posesiones que no podían traer consigo.  Una vez terminadas esas tareas, me habían prometido salir hacia sitios más seguros.  Al contrario de hace tres años, cuando Katrina, muy pocos se opusieron  a las órdenes de evacuación, y más bien estaban saliendo de la ciudad con suficiente anticipación. El huracán Gustav arriba el lunes y casi todos los modelos indican que Nueva Orleáns está en su ruta.

Ya más tarde, sin otra cosa que hacer esperar el sueño, vinieron otros recuerdos más recientes.  Desde hace tiempo he querido regresar a Nueva Orleáns, plantarme ahí de forma definitiva, aceptar el destino de quienes viven al paso de los huracanes. Pero no es tan fácil. Anoche no me ha quedado más que enfrentarme a mis contradicciones. No habrá nunca certeza que los vientos cedan,  la ciudad donde fui feliz está condenada a desaparecer  por el calentamiento global y vivir allá será siempre estar en el límite del desastre. Tal vez todos nos enfrentemos a esas mismas realidades, pero la naturaleza humana tiende a ponerlas a un lado, a esconderlas bajo una maceta. Con Nueva Orleáns, desgraciadamente, no se puede. La evidencia está golpeando frente a nuestros ojos y no podemos ser tan humanos como para ignorarla.

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