miércoles, 25 de junio de 2008

Adiós, niños


Así como hay gente que no soporta las películas de terror, en mi caso son los filmes sobre niños que sufren.  No evito ver este tipo de películas, pero siento una terrible ansiedad que perdura incluso después de cierto tiempo.  Quizás por esa razón evité por años ver “Au revoir les enfants” (Louis Malle, Francia, 1987),  cuyo título en español es “Adiós a los niños”,  aunque creo que sería mejor “Adiós, niños”.   La película se desarrolla en un internado para varones durante la Segunda Guerra Mundial.  Una escuela Carmelita en una ciudad pequeña, lejos de la realidad del conflicto a no ser por la presencia—casi fantasmal al principio, muy concreta al final—de  soldados nazis y sus colaboradores franceses.  Sobre estos niños y muchachos de clases acomodadas pende constantemente un riesgo. No se ve, pero se intuye en las soledades de los edificios, en las relaciones afectivas –a la vez distantes, muy constreñidas–, en los cielos oscuros,  usualmente cubiertos y en la luz azulada que da a los chicos una palidez casi permanente. Al internado llega un chico muy callado, quien al final de cuentas resulta ser judío, como otros muchachos de quienes no se sabe su origen.  Una serie de traiciones iniciadas por venganza  provoca que los nazis tomen el lugar, y que los muchachos judíos sean apresados junto con el padre rector.  La película examina la frágil relación entre la lealtad y la traición, y cómo esta última se expresa también de modos sutiles. Más terrible aún es su propuesta de que no hay límite moral que pueda reprimir la traición por largo plazo.  Sea por una razón u otra, habrá siempre alguien que nos entregue a la fatalidad.

            La película sobrecoge por su pesimismo, por esa imposibilidad de los personajes de entregarse al ciento por ciento.  Hay fuerzas, llámese la fe, el oportunismo, el resentimiento, la noción de patria, que nos pueden llevar a entregar a los inocentes a sus verdugos. ¿Cambiaremos algún día? 

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