lunes, 22 de diciembre de 2008

Best of suerte


Dice  Junot Díaz en una entrevista en la televisión latina de Nueva York que su Oscar Wao es una historia sobre la soledad,  de cómo las relaciones con una persona—habría que aclarar que “relaciones” significa no afecto sino sexo—se constituyen en el único momento de liberación de la soledad, ese fukú o maldición con el que nacemos.  Una premisa muy seria para un libro tan gozoso, tan jodedor como se diría en Cuba, tan variado en cuanto a temática y tan libre en su uso de los idiomas y la cultura.  

A Junot Díaz lo había leído como cuentista. Drown es un libro muy conocido y de vez en cuando aparecen cuentos suyos en The New Yorker.  Si mal no recuerdo, Díaz y Daniel Alarcón son los únicos latino writers que publica The New Yorker, pues la otra colaboradora asidua, Alma Guillermoprieto, lo hace con sus reportajes y crónicas, no en la sección de ficciones.  De América Latina, el otro elegido es Roberto Bolaño, de quien se han publicado al menos tres historias. 

Creo que ya es de dominio público que once años separan Drown  de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao.  Díaz no da muchas explicaciones sobre ese largo hiato, aunque en términos americanos la razón es simplemente el llamado writer’s block. Recuerdo un ensayo de Anthony Burguess sobre este tema. Burgess decía que solamente los escritores de Estados Unidos sufrían de writer’s block.  Ni siquiera sus colegas de otros países de lengua inglesa pensaban que pasar años sin escribir fuera síntoma de alguna condición anormal. Según Burgess,  el escritor no está obligado a tener siempre algo que decir. Además su obra puede ser muy extensa o muy breve.  Extensa como la de Joyce Carol Oates o breve como la de Salinger.  Pero el writer’s block es un fenómeno directamente relacionado con la productividad. No es en sí algo del arte sino de la industria.  El talento se mide por la calidad, pero una parte importante de la calidad es la capacidad de producir y, por supuesto, de tener éxito.

Díaz se pasó todos esos años enseñando escritura creativa en el MIT.  Es uno de los pocos escritores que he escuchado referirse de manera positiva sobre sus estudiantes. Muchos de los escritores de renombre que enseñan creative writing tienen grandes privilegios, viajan mucho y los muchachos aprenden por ósmosis más que por tener un buen mentor.

Pues Oscar Wao salió al mercado, ha tenido un éxito notable y ahora incluso está traducido al español por Achy Obejas, notable periodista y escritora de origen cubano.  Tarea difícil la traducción de un texto que toma partido de las estructuras lingüísticas de ambos idiomas y cuya mezcla español-inglés demanda un lector bilingüe. Oscar Wao es, en cierto modo, una novela latinoamericana escrita en inglés.  Sus personajes y temáticas me parecieron muy familiares, y aunque gran parte de la trama ocurre en los Estados Unidos,  es muy probable que el lector gringo encuentre el texto exótico, extranjero, como lo serían algunas novelas de Julia Álvarez o de Edwige Danticat. Y aunque el título ironiza sobre el personaje principal,  la novela de Díaz no gira tanto en torno a él sino a la República Dominicana y la diáspora que se origina en la era de Trujillo.  Hay un sustrato de violencia que no cede y un pesimismo que parece anunciar que una vez que se han jodido las cosas no hay vuelta atrás.

Me ha gustado mucho la novela, sobre todo por la forma en que está escrita. Y me parece que podemos aprender de Junot Díaz,  de su humor, de su consciencia de la extranjería y de lo que significa ser inmigrante o hijo de inmigrante no sólo en Estados Unidos sino en la tierra que uno ha dejado.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Lo que le pasa a los otros

Le ha costado mucho a la sociedad americana admitir que lleva tiempo en una crisis económica.   El gobierno  reconoció oficialmente que el país estaba en recesión hace apenas unas semanas, y cuando lo hizo tuvo que admitir que las cosas andaban mal desde el 2007.  El presidente Bush ya no pudo recurrir más a su optimismo,  ni a su fe en los mercados.  Cuando admitió el estado de cosas su discurso se orientó a la eficiencia—estamos tomando las acciones necesarias—y a la fortaleza moral de los ciudadanos, dos abstracciones resultan exitosas dependiendo de quien las enuncie. 

Según parece,  uno de los mayores indicadores del miedo—no prudencia—del americano medio es que ya no consume.  Se puede tener evidencia de ello cuando uno va un domingo al mall y lo encuentra vacío, o cuando llegan en el correo cupones con todo tipo de ofertas.  Pero nadie habla de ello, al menos en los círculos académicos en los que me muevo. No son círculos intelectualmente poderosos, no hay estrellas que dicten cátedra cuando pueden.  El hecho de enseñar en un pequeño college orientado a la enseñanza,  no la investigación, te pone en contacto con otra parte de la clase media americana y de la academia en sí misma. En su mayoría es gente con familia, preocupaba más por sus hijos que por su carrera.  De mis colegas, más de un noventa por ciento vive en pequeñísimos pueblos, fuera de la dinámica cultural y social de los grandes centros urbanos cercanos; son comunidades blancas,  conservadoras aunque de un conservadurismo más moderado, en general sin los extremismos ni las obsesiones y resentimientos históricos que se pueden hallar en el Sur.  Maryland es, además, un estado bastante rico. Su cercanía Washington DC ha permitido el surgimiento de grupos económicamente poderosos, cuyos ingresos provienen de la venta de servicios al gobierno.  

A simple vista, la crisis económica pareciera no estar ahí, o al menos en mi realidad más inmediata.  Por ejemplo, se sabe que hay muchísimas casas para la venta,  pero no sé de nadie que haya perdido su vivienda.  Nadie se ha quedado sin trabajo y aún las cifras de desempeño financiero del college no son desalentadoras. Todo bien, pues todo parece estar en la periferia. O casi.  Mi fondo de retiro ha registrado pérdidas por varios trimestres consecutivos,  quizás no haya aumento de sueldos el próximo año, pero a cambio el precio de la gasolina ha bajado a casi un dólar cincuenta el galón al momento de escribir este ensayo.  ¿Qué más me puede pasar? No tengo hipoteca,  mi carro todavía anda, el saldo de mi tarjeta de crédito es aún manejable…  ¿Será que la crisis sólo le pasa a los demás?  Mi amigo Todd, un enfermero en el servicio de emergencias de un hospital en Seattle, me ha contado que ahora son frecuentes los casos de intento de suicidio por razones financieras.   José, en Washington DC, está preocupado porque las clínicas que dan servicios a las minorías—latinos, enfermos de SIDA—están recortando personal.  A él le han dicho que no se preocupe, pero nunca se sabe… Muchos, si no la mayoría, de los concursos para llenar puestos académicos se ha cerrado por este año lectivo… Pero la realidad, vista en el televisor o la pantalla de la computadora, sigue siendo lejana.  Cuando caigan los grandes fabricantes de autos,  quienes se van a joder estarán en Michigan o en lugares infames desperdigados a lo largo y ancho del país…  Quienes han perdido millones con el fraude perpetrado por Bernad Madoff dan declaraciones desde sus lujosos apartamentos de Manhattan… Los billones de dólares aprobados para rescatar Wall Street  no son una pila de billetes sino una abstracción y como tal se van evaporando sin resultados tangibles… Los analistas que han sido ignorados por mucho tiempo aprovechan sus minutos en primera plana para reivindicar sus ideas, mostrar sus modelos y pronosticar una larga y dolorosa caída.  Hablan de productos financieros altamente riesgosos que no han explotado todavía en pérdidas. Hablan de incertidumbre,  pues nadie sabe a ciencia cierta hasta dónde las interconexiones entre los mercados se van a ver afectadas.  

Saber también está matizado por las luchas ideológicas.  Oxigenar la industria del automóvil pasa por las relaciones con los poderosos sindicatos de GM, Chrysler y Ford.  Dejar que el sistema caiga y se levante por sí mismo pareciera el sueño realizado de los más extremos cultores del neoliberalismo.  La acumulación de productos financieros respaldados por las hipotecas basura no solamente reabre las heridas del proceso de desregulación financiera sino que pone en el centro del conflicto el papel del estado…

Pero todo parece ocurrir en otros mundos, fuera del trajín diario y del silencio en el que escribo estas reflexiones.  Ahora mismo oigo un tren a la distancia y me sorprendo.  Es la primera vez que lo escucho.  Esta madrugada la sirena de una ambulancia (quizás ni siquiera era una ambulancia) me despertó y me mantuvo insomne por un par de horas.  Hay señales,  hay avisos,  pero la inmensidad de lo que está ocurriendo vuelve todo algo abstracto.  Sin embargo poco a poco se materializa y lo hace en fracasos y pérdidas concretas, en personas con nombre y apellido. Y cuando todo se derrumba nadie puede clamar inmunidad.  Uno se inventa la distancia para poder seguir su vida.  Solamente una estrategia para sobrevivir.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Milk


Algo que he descubierto no hace mucho es que las noches extremadamente frías pueden ser muy bellas.  Este siete de diciembre en Baltimore tuvimos un cielo muy azul, con luna creciente,  aparentemente tan baja y brillante que era imposible no tomarse su tiempo para mirarla, respirar el aire con aroma a pino y a madera quemada en chimeneas, y sentirse bien aún cuando las temperaturas estaban muy por debajo de los cero grados centígrados.

Esa noche había juego de futbol americano en la ciudad, por lo tanto era posible que los cines estuvieran vacíos. Mejor,  pues cuando veo películas “serias” me encanta la soledad de las salas de cine.  Por otra parte, cuando el filme es cómico, me parece que estar en medio de un grupo numeroso de gente que reacciona y se divierte hace la experiencia más memorable.

Este fin de semana se estrenó en las grandes ciudades “Milk”,  sobre la vida como activista y político de Harvey Milk,  un newyorkino homosexual transplantado a San Francisco en 1972, quien luego de varios intentos fue resultó elegido concejal de la ciudad.  Milk fue el primer homosexual fuera de clóset en lograr un puesto público por elección popular.  Si bien ese logro es suficiente como figura de referencia para el movimiento gay,  Milk logró una hazaña aún mayor:  conseguir el apoyo de los votantes a nivel del estado de California para vencer en un referéndum una propuesta que pretendía el despido de todo educador homosexual y de quienes lo respaldaran.  Esta historia me hizo recordar lo que sucedió en Cuba a principios de los setentas, cuando el Congreso de Educación y Cultura tomó una decisión similar y se desató un caza de brujas que puso fuera de circulación a gente como Lezama Lima o  Virgilio Piñera.

La película me emocionó mucho.  Gus Van Sant, su director, construye la historia a partir de tomas auténticas de homosexuales arrestados en bares y otros lugares de reunión en New York (lo que llevaría finalmente a las revueltas de Stonewall). La mayoría de los hombres que aparecen en estas tomas ocultan su rostro, e incluso hay uno que ante la insistencia del camarógrafo termina lanzando su trago a la cámara.  Dos aspectos quedan planteados en ese momento:  por una parte la vergüenza de ser expuesto en público como homosexual;  por otro, y más importante aún,  la intromisión en la vida privada del ojo y la autoridad públicas.  Son dos aspectos que aún ahora son vitales en la discusión de las minorías sexuales:  la constante vigilancia y la represión social y legal. Milk, en la breve escena que sucede en New York es como esos hombres del pietaje documental.  En el metro de la ciudad encuentra a un bello muchacho, Scott, al cual conquista y con quien celebra su cumpleaños en la cama.  Hablan de un nuevo ambiente, de un recomenzar y se mudan a San Francisco,  al área de La Castro. Es aquí donde Milk empieza a evolucionar como miembro de una comunidad, pero lo hace rodeado de jóvenes.   Y aquí es donde Van Sant lanza otra propuesta:  El rol de las nuevas generaciones en los cambios.  Si bien Milk  es el mentor y mediador entre los chicos,  son ellos quienes al final de la película aparecen como los líderes.  Las imágenes finales de la película muestran una marcha de miles de personas para honrar a Milk. En contraste con el principio del film, vemos a esas personas en la calle rumbo a la alcaldía de la ciudad. Nadie se oculta, por contrario el deseo es que su presencia se notada.  Además cada uno porta una vela, la cual ilumina los rostros individuales y a la vez permite al director jugar con la idea de multitud,  pues la concurrencia de muchas velas individuales crea una corriente de luz, muestra el poder de la solidaridad.  Scott y Anne, el joven homosexual y la joven lesbiana, se sorprenden al toparse con la multitud.  Ellos están al frente y los manifestantes avanzan y los rodean.  Ambos se conmueven al darse cuenta del poder del legado de Milk. Luego en una sucesión de fotos podemos enterarnos de lo que ocurrió con esos jóvenes, la mayoría líderes de la comunidad gay.

Vayan a ver esta película. Ojalá les conmueva como me conmovió a mí.

domingo, 7 de diciembre de 2008

El viejo héroe


Dickinson College es una prestigiosa universidad en Pennsylvania, a dos horas de Philadelphia, hacia el este, y de Baltimore hacia el sur.  Se dice que es una institución muy cara, que un año en Dickinson cuesta tanto como un año en Harvard, por lo que sus estudiantes son, en general, muchachos de familias adineradas.  Se dice también que el área donde se encuentra,  Carlisle, está muy aislada y es pobre y conservadora. 

Hay toda una cultura de los small colleges,  al menos en esta área de los Estados Unidos llamada Mid Atlantic.  Quienes van a estudiar a estos lugares les gusta estar en un campus pequeño, recibir mucha atención de sus profesores, desarrollarse como futuros profesionales en un ambiente que quizás no encuentran en instituciones de mayor tamaño o en las grandes ciudades.  Por otra parte, la presencia de los padres de familia es más constante y visible.  Hay cierta razón en ello, pues el costo de la educación superior en Estados Unidos es muy alta y las familias terminan pagando fuertes sumas por la educación de sus hijos.  Digamos que los padres cuidan su inversión.

Dickinson College es lo suficientemente poderosa para tener a Mario Vargas Llosa en residencia por dos días.  El miércoles 3 de diciembre se ofrecía una suerte de encuentro con el escritor, así que manejé con mi colega Amy McNichols casi 80 kilómetros para ver a mi viejo héroe.   Fue un viaje por carreteras secundarias, cruzando pequeños pueblos en medio de un paisaje oscurecido por el la proximidad del invierno. Los árboles que usualmente pierden las hojas ya estaban completamente desnudos.  El verde de las coníferas parecía acentuarse con la falta de luz, y muchas casas a la orilla del camino tenían ya la iluminación navideña:  renos plásticos,  lucecitas titilantes, falsos hombres de nieve.  Yo manejaba mientras Amy me iba dirigiendo hacia las salidas correctas y las rutas que debían llevarnos hasta Carlisle; yo pendiente de la carretera y sus proximidades en busca de puntos luminosos en la oscuridad, pues me han contado que así se sabe si hay venados cerca.  Es usual, sobre todo en estas épocas, tener accidentes por causa de los ciervos, que son confiados y torpes, se deslumbran con las luces de los autos y tienden a reaccionar despacio y erráticamente.

Carlisle parecía dos ciudades en una.  En las afueras uno podía decir que regresaba a un lugar ya conocido, uno de esos pueblos que se repiten y se repiten a lo largo del territorio americano.  Sin embargo, conforme nos acercábamos al centro los edificios adquirían más encanto, la iluminación de las calles mejoraba notablemente, aparecían cafecitos, floristerías y el paso de la luz por la humedad suspendida en el aire creaba unos tonos sepia que te hacían pensar en espacios acogedores.

Detrás de la biblioteca se levantaba un auditorio enorme,  donde se llevaría a cabo la presentación. El auditorio  tenía un ingenioso sistema de paneles que permitía dividirlo en áreas más pequeñas, salas más íntimas dentro de la enormidad del edificio.  Ahí estaba Vargas Llosa, sentado a una mesa, con una copa para el agua y dos libros.  Cuando llegamos la actividad ya había comenzado y el escritor comentaba algo sobre el oficio de escribir.  Luego leyó un párrafo en español de “La tía julia y el escribidor” y después mató a la audiencia con la lectura del primer capítulo en su versión inglesa. Era difícil entenderle por su pronunciación, su acento y por la cadencia de su lectura.  Muchos estudiantes se marcharon en cuanto pudieron,  otros se dedicaron a dormitar y una parte muy pequeña de los asistentes reaccionó al texto.  Pero Vargas Llosa hizo su trabajo.  Se mantuvo sereno, cordial. Terminó su lectura y las autoridades le entregaron un diploma que a la distancia parecía más bien un calendario de escritorio. Luego compartió unos minutos con quienes nos quedamos por ahí para saludarlo, tomarnos una foto y lograr un autógrafo. Se acercaron algunos jóvenes latinoamericanos, pero la mayoría de quienes le hicimos rueda éramos viejos lectores, atraídos por un respeto y una admiración también de larga data. Vargas Llosa, todo un profesional, fue amable, contestó preguntas e hizo comentarios, posó para las fotografías.  Me recordó situaciones similares con gente como Carlos Fuentes o  Jorge Edwards, otros dos escritores que saben tratar bien a su público.

Estando allí empecé a evocar con mi amiga otros tiempos.  Le conté de cuando conocí a Vargas Llosa en Costa Rica en los años ochenta, quizás. Le conté de lo importantes que fueron sus libros cuando yo era también muy joven. Después hablamos con otras personas,  todas ancladas en lo que fue, pues en el presente estaban los trabajos, los hijos ya crecidos e irreconocibles, el cansancio de las jornadas y ese ícono llamado Vargas Llosa, muy derecho,  aún atractivo,  intocable en su altura. Pero a la misma vez Vargas Llosa era un escritor que yo ya no leía, un artífice cuyas mejores luces venían apagándose desde los ochentas y cuya literatura ya no me interesaba. Era un hombre que me desconcertaba, pues siendo tan brillante porfiaba en confundir libertad con libertad de empresa, y en defender a capa y espada ideologías que sustentan violencia y grandes desigualdades. 

Ver a Vargas Llosa fue cerrar un capítulo en mi historia personal. Dejar Dickinson esa noche fue despedirme de casi todos mis viejos héroes: García Márquez,  Fuentes… Mientras manejaba de regreso a casa en algún momento pensé en las sabias palabras de mi amiga Eugenia Meza,  quien hace poco me decía que todo en la vida es un relevo.  Lo dijo como parte de una conversación sobre sus hijas, pero también como un aviso en lo personal.  Y ya en mi apartamento, haciendo balance de la experiencia, siento que lo mejor de la noche fue viajar con Amy McNichols. Hablar con ella. Aprender de ella. 

sábado, 22 de noviembre de 2008

El español como eje


Sí, yo también he comprado un  ejemplar de La enciclopedia del español en Estados Unidos. Voy leyendo el libro poco a poco,  no sólo por una cuestión de volumen sino porque la obra gravita entre los datos duros y el ensayo más personal.  Por otra parte he empezado a leer por la parte que más me interesa:  la producción literaria y editorial.  El viernes 28 de noviembre,  Eduardo Lago, director del Instituto Cervantes de Nueva York,  publica en El País,  un artículo titulado “Seis tesis sobre el español en los Estados Unidos”.  Si bien comparto su entusiasmo, en parte por fe, en parte por identificación, cultural,  hay algunas reflexiones que me vienen al vuelo:

1. Un dato que sirve de argumento, no solo a Lago sino a otras personas, para apostar por un crecimiento o incluso supremacía del español en el futuro es el crecimiento demográfico de la minoría hispana.  Hablamos de datos censales para sustentar una plataforma cultural. Sin embargo, no he visto hasta el momento ninguna discusión que pruebe efectivamente que existe una relación directa entre idioma y crecimiento poblacional.  Me parece más bien que el idioma, como otras manifestaciones culturales, se beneficia del crecimiento, pero no estoy seguro de que sea el eje como tal. 

2. En el año 2050  Estados Unidos aparentemente será el país con mayor población hispanohablante en el mundo.  No nos podemos referir, sin embargo, a un español universal, unitario, sino a una o varias formas distintas de español, quizás hasta un idioma que no podríamos reconocer nosotros mismos.  Ese español de una décadas futuras no va a ser nuestro español, lo cual no está mal pero me recuerda las luchas –y más que las luchas, la discriminación—que podemos atestiguar ahora entre quienes “supuestamente hablan bien el idioma”  y los otros,  las poblaciones latinas a lo largo y ancho del territorio norteamericano.

Eduardo Lago ve la variación lingüística con entusiasmo, pero esa evolución será problemática para muchos. Ya lo es.

3. Hay una dimensión política que aún está por verse. Los latinos como otredad, los latinos como centro del poder,  hay aquí un elemento de negociación que apenas está cuajando en Estados Unidos.  En algún momento se habló de por qué Barack Obama no había escogido como candidato a vicepresidente ni a Hillary Clinton ni a Bill Richardson.  Una respuesta era que el país no podía lidiar con tanta diversidad, y que  los demócratas debían de algún modo balancear sus fórmula para que el americano medio no se asustara demasiado. 

4. El tema migratorio es parte ineludible de una plena integración de la comunidad en los Estados Unidos. La política vigente sigue creando ciudadanos de segunda clase, tanto en cuanto a derechos como a la visibilidad cultural.  El español aún ahora es visto por amplios sectores como un idioma de clases bajas y para muchos americanos el interés de aprenderlo no es por curiosidad cultural sino por pragmatismo: más clientes, mejores empleos. 

El otro Winter Blues


Para quienes venimos del trópico el invierno del norte tiene poco romanticismo. Para quienes padecemos de depresión la cosa es aún peor, pues a la inestabilidad emocional y física de la enfermedad hay que agregar el efecto del clima, algo de lo que yo personalmente nunca pensé antes de llegar a Maryland. Con los años mi depresión se ha vuelto sobre todo una cadena de reacciones del cuerpo, como que se rebelara, se disgustara y me enviara mensajes a los que no puedo responder.  Entonces aparecen los síntomas: la ansiedad por comer carbohidratos o chocolate, los problemas de memoria y concentración; me enojo fácilmente o me siento aturdido.  Paso días sin comida en la casa y puedo dormir mucho o a deshoras.  El invierno pasado, en lo más crítico,  pasé una temporada de insomnio que se me hizo eterna.  Sucede que el Winter Blues—el bajonazo de energía y esperanzas que acarrean consigo el frío, los días cortos y la luz grisácea—me golpea sin miramientos, se me va metiendo poco a poco en el cuerpo y de repente se manifiesta.  De ahí en adelante vivo entre malestares y periodos de gracia hasta que vuelve la primavera. 

Este año  mi  Winter Blues empezó un poco adelantado, y ya para el día de las elecciones en los Estados Unidos me encontraba un poco enfermo.  Aunque quería mirar los resultados hasta que se declarara un ganador, me fui a la cama cuando a Barack Obama aún le faltaban unos setenta votos electorales para lograr el número mágico de doscientos setenta.  Antes de apagar el televisor hice, sin embargo, un cálculo rápido: “Con los cincuenta y cinco votos de California, más los ocho de Washington, la presidencia está segura”.  Y como todos lo sabemos ahora, así fue.  Esa noche dormí un rato y luego me desperté desorientado.  Puse el televisor,  oí a John McCain aceptar la derrota y a Obama pronunciar su discurso en Grant Park.  Me sentí contento pero la alegría no me duró mucho: la enmienda para prohibir el matrimonio homosexual había ganado en California.  Consultas similares también triunfaron en sitios más conservadores como Florida y Arkansas, pero apenas podía entender lo que había ocurrido en un estado que apenas cinco meses antes había mostrado su cara más progresista, simbolizada en Phyllis Lyon y Del Martin, quienes habían vivido juntas por más de cincuenta años y pudieron casarse al fin cuando ya eran octogenarias.  Lo más paradójico es que en el referéndum de California fue aprobada otra moción, esta vez para garantizarle a los animales de granja mejores condiciones en sus encierros.  Es decir:  se defendieron los derechos de los animales al mismo tiempo que se trajeron abajo los de seres humanos.  Para convencer a los votantes hubo una gran campaña publicitaria basada en el miedo, financiada principalmente por iglesias, y entre ellas la poderosa iglesia mormona.  

Las organizaciones LGBT  tal vez no vieron a tiempo la aberración misma de la consulta:  Se sometía a referéndum un derecho civil de una minoría.  No se dieron cuenta, por ejemplo, de la disparidad en el acceso de recursos entre las organizaciones y los posibles opositores.  Luego no pudieron detener la campaña que iba transformando el asunto de derechos en uno de valores religiosos y luego en amenaza social.  

Y así empezó mi otro Winter Blues, el de la derrota que se mezcla con la victoria y te hace sentir confuso, el de la fe debilitada a pesar del triunfo de la promesa. Y se ha extendido porque más o menos en esos días se publicó en Costa Rica que el Tribunal Supremo de Elecciones autorizó la recolección de firmas para convocar un referéndum sobre tema similar:  la ley uniones civiles.  Y me pongo a pensar de lo que puede ocurrir en un país donde la disparidad de fuerzas es mayor, donde el movimiento LGBT no tiene el mismo nivel de organización, ni los recursos, ni el espacio político del movimiento norteamericano.  

No creo en milagros,  pero sí en la fortaleza del espíritu humano, en su capacidad de seguir adelante, de volver a sus luchas a pesar de los golpes.  En ese sentido, regresa la gente a las calles en California.  En ese mismo sentido, los pasos hasta ahora dados en Costa Rica son fundamentales, y lo que traiga el posible referéndum tendrá un impacto positivo aunque sea en el largo plazo.  

Cuando el Winter Blues cede un poco, me prometo a mí mismo no dejarme vencer, sacar adelante los proyectos, querer a los míos y cuidarlos lo mejor posible, seguir trabajando por un presente mejor, más justo y equitativo para todos. Entonces, como en este momento, me siento ante la computadora y escribo y lucho, y me acuerdo de la frase de Albert Camus que leí en un laberinto en Nueva Orleáns: “En las profundidades del invierno finalmente comprendí que yacía en mí un invencible verano”.

sábado, 1 de noviembre de 2008

La página corregida



Llevo esta página metida en la cabeza por meses, una obsesión a punto de cumplir un año.  Ve con desaliento que no ha quedado clara en el blog, pero ampliar su tamaño sería concederle aún más su ubicua condición de monstruosidad y bendición. 


Esta foto apareció en The New Yorker  del 24 y 31 de diciembre de 2007.  Reproduce un borrador de un cuento de Raymond Carver, originalmente titulado “Beginners”, con las correcciones de su editor, Gordon Lish.  El cuento, según TNY  fue recortado por Lis en una tercera parte e incluso se le cambió el título a “What We Talk About When We Talk About Love”,  el cual cimentó la el prestigio y la fama de Carver como uno de los grandes genios de finales del Siglo XX, y más específicamente como uno de los maestros del cuento.


El artículo va acompañado también por una serie de fragmentos de cartas que Carver le envió a Lish,  como una ilustración de las relaciones de amistad y profesionales entre ambos.  Me quedó la sensación, una vez terminada la lectura, de que Carver había adquirido con Lish una extraña deuda.  En cierto modo,  Lish había descubierto el diamante en bruto,  lo cual es elogiable.  Por otra parte, el Carver que admiramos muchos no es Carver en sentido estricto sino el personaje construido por su editor.  


En los últimos años se ha hablado en algunos medios sobre el papel del editor en los nuevos mercados.  Se menciona, por ejemplo, el trabajo de corrección que se hizo sobre el manuscrito original de La catedral del mar, de Idelfonso Falcones,  hasta convertir la novela de Falcones en el best-seller que ahora es.  Así como el cine ha dejado de ser la obra exclusiva de los directores para convertirse en el proyecto estético-comercial de los productores, la ficción parece recorrer similares caminos. Lish, sin embargo, me desconcierta, porque Carver no es Falcones,  ni un libro como Catedral  tiene la vocación de best-seller de La catedral del mar.   ¿Pero dónde está el límite?  ¿Cómo se negocia y hasta cuánto está dispuesto a ceder un escritor?


Creo, por otra parte, que la falta de buenos editores –lectores privilegiados,  sensibilidades que gozan de cierta distancia con respecto al material escrito– incide en la calidad de la literatura que se publica, por ejemplo, en Costa Rica.  Hay completa libertad, en cierto, pero aparecen también libros sin destilar, libros cuyo proyecto fracasa precisamente porque no  tuvo la oportunidad de pasar la criba de una crítica desde adentro, como objeto de cultura, como  un producto inevitablemente relacionado con un mercado.  


Pero ver la página de Carver con esa enorme equis de parte a parte señala que hay horrores distintos al de la página en blanco.  

domingo, 5 de octubre de 2008

Una crónica del 2004



Babel ya no es lo que solía ser



El verano en Estados tiene su final simbólico a principios de setiembre,  el lunes que se celebra el día del trabajo,  por lo tanto un fin de semana largo y la última escapada de muchas familias antes de que las escuelas estén funcionando formalmente y el calor disminuya.  En New Orleans, esa fecha coincide con Southern Decadence,  el tercer festival gay del país,  una tradición que empezaron unos pocos amigos hace treinta años y que ha ido creciendo hasta convertirse en un negocio nada despreciable.  Siempre es importante mencionar el dinero, porque los $100 millones que se gastan los gays en esos cuatro días de fiesta han servido mucho para la apertura mental de buena parte de las autoridades y los hombres de negocios de la ciudad.  Los últimos dos años, en los que el fundamentalismo cristiano se ha fortalecido y, peor aún, se ha vuelto más agresivo, ha modificado el comportamiento de los asistentes a la fiesta de la decadencia.  Recuerdo mis primeros Decadence  cuando veías parejas afanadas en su amor en plena calle, o a esos chiquillos exhibicionistas,  a quienes les pedías una foto y de inmediato se bajaban los pantalones.  No, ahora, la reunión tiene más de encuentro social –al menos en la superficie–  pues los grupos conservadores tienen cada vez más capacidad de lobby en la ciudad y su misma presencia se ha vuelto más intimidante.  Ya no les basta con plantar una cruz en plena calle,  cantar canciones y autoproclamarse portadores de la Verdad,  sino que llegan en grupo donde están los muchachos y las muchachas y no propagan la palabra sino que la gritan,  la amenazan.

Decadence ha cambiado también porque la sociedad de vigilancia que se ha impuesto desde el año 2001 opera con total eficiencia.  La policía inunda el Barrio Francés, concentrándose curiosamente donde los gays se reúnen.  Con su presencia pretenden proteger la integridad física de todos,  por  cualquier ataque terrorista, pero también vigilan la conducta de los asistentes.  A pesar de la intimidante presencia policial,  me da la impresión que para ellos –los policías– el trabajo no debe ser tan fácil.  Hay delitos muy fáciles de identificar, como por ejemplo orinar contra una pared en la vía pública,  o en general exhibir los genitales fuera de las áreas estrictamente delimitadas,  donde dicha exhibición deja de ser juego y se convierte en falta a la moral.  Pero ahí mismo,  en Bourbon Street,  una de las calles más famosas del mundo,  el recato,  la moralidad  y sus opuestos se entrecruzan constantemente.  Como ejemplo basta mirar la esquina de Bourbon y Orleans.  Hay un disfraz de un cóctel de granada,  que en el extremo de la simplicidad,  no es la fruta sino una granada de guerra,  verde olivo y con detonador en la parte superior.  Tiene una gran sonrisa y unos turistas la están molestando,  se toman fotos  -los policías al otro lado de la calle-  como si tuvieran sexo con ella.  Tal es el nivel de entendimiento que la granada sigue su rutina de supuesta voracidad sexual haciendo actos obscenos con la columna de un edificio.  Junto a ella,  los nuevos salvadores cantan un himno.  No les importa salvar al disfraz de granada,  más bien se afanan mirando -¿quizás lascivamente?-  a algunos hombres que casi desnudos se pasean con su trago debidamente oculto en una bolsa de papel.  Hacen un llamado general a abandonar el pecado, mientras los guardas de los bares los siguen con atención,  pues ya se sabe que los portadores de la fe espantan a los clientes y la lucha por los millones de dólares que se gastan los gays es siempre dura.  

Para sumar un grado más a la confusión,  cruza la esquina un glorioso grupo de travestís.  No se parecen a nadie sino a ell@s mism@s.  ¡Cómo se ha perdido el culto por la verdadera diva!  El problema empieza desde el hecho de que  ahora cualquiera puede ser diva, incluso una rubia sosa como Britney Spears.  Las verdaderas divas han sufrido, se han arrastrado por el lodo,  han visto caer su carrera en los fosos del desprecio;  todo para luego emerger gloriosas a dar testimonio.  La verdadera diva no es la bella mujer de antes sino su recuerdo,  lo que ha quedado luego de vencer la ignominia.  Por eso cantan y las grandes travestís asumen su dolor,  lo ponen en escena,  lo glorifican.   Pero ya no:  ahora el travestismo es un rito privado que se saca a la calle cuando la ocasión lo amerita.  Despojado de intención política, el travesti ocasional se parece a la granada cachonda, a la mujer que muestra las tetas a cambio de beads,  a los leathers en bikini, cuyos breves trapos desaparecen en la frondosidad de sus carnes;  se parece a los policías,  a los que anuncian la condena eterna de la que ellos, por suerte, están exentos.  

Este año de gracia y desgracias, el 2004,  se suman visitantes inesperados.  Hay huracán en Florida y  casi tres millones de personas han salido de sus casas buscando protección mientras las tormentas se abren paso entre árboles, casas y edificios.  Familias enteras han dado con sus huesos en New Orleans y por ello el Barrio Francés parece aún más concurrido.  Y también por esa razón se oye hablar muchísimo español este fin de semana.  Los desplazados del Sur, ahora desplazados también de la península,  unen sus voces a las de los travestidos, los policías,  los profetas que no dan abasto con tanto pecado, el disfraz de granada, yo mismo, que pienso como ellos en dos idiomas y que me siento escindido aunque pleno en mi desintegración. Voy caminando entre tantas voces,  el ruido que hacen los caballos de la policía,  las mulas de los carruajes de turismo, la música zydeco con su washboard y su acordeón,  el jazz que viene de un bar, el rock que tocan en plena calle... yo vengo a sentirme deseado,  a verme en los hombres y las mujeres que se abrazan.  No es un mal plan,  sobre todo cuando la movilidad laboral y cultural de Estados Unidos se ha llevado a mis amigos a otra parte,  y desde hace tiempo no tengo un amante que me haga crecer.  He llegado hasta acá para confundirme con las lenguas.   Creo que ya casi me he disuelto en los sonidos cuando oigo un bisbiseo que me obliga a voltear.  Plantado entre el tumulto brilla un hombre que me sonríe y me invita. Tal vez ha sido Dios, en apoyo o venganza de quienes nos señalan como pecadores, quien lo ha puesto ahí.  Yo le correspondo y me olvido de todo, incluso de que al día siguiente empezará en la ciudad una magna convención de iglesias protestantes.  Hasta un momento antes,  me sentía seguro de estar ahí cuando todos colapsaran.  Ahora no sé, las dimensiones de la realidad se han reducido al espacio donde me espera el desconocido.  El último mensaje del mundo exterior aparece en la camiseta de un tipo se nos cruza. Dice: “Jesus, protect me from your followers”.


New Orleans, 6 de setiembre de 2004.

sábado, 4 de octubre de 2008

Breve carta sobre tomates, Palin y literatura


Querida T.:


Me alegra muchísimo saber que tu huerta te anima e ilusiona. Simbólicamente tiene gran sentido,  pues mientras los regímenes políticos se corrompen y los países se transforman para lo peor, al menos nos queda el delicado balance de la naturaleza, la verdad de los chiles y los tomates que crecen y no el vértigo de la siguiente "gran aventura" de la humanidad.  A veces parece que se cumple una y otra vez la anécdota de aquel político mexicano que dijo en un discurso: "Estábamos al borde del abismo,  y dimos un decisivo paso adelante".


Quizás por no tener huerta mi respiro y consuelo sigue siendo la literatura, y en menor medida las pequeñas tareas para ayudar a alguien aquí o allá.  Este país se viene abajo arropado en su arrogancia y me parece que la gente de a pie, aunque ya sienta que hay muchas cosas insostenibles,  no tiene los medios para saber que tiene los medios de cambio a su alcance. Está muy arraigada la idea de que las cosas le afectan a otros y que uno mismo por definición siempre va a estar mejor, lo que quiere decir básicamente el acceso a bienes materiales.  Estados Unidos sigue siendo una sociedad sedienta de novedades y el fenómeno Sarah Palin así lo demuestra. ¿Quién más que ella para mostrar todo por lo que no se ha luchado en los últimos cuarenta años?  Palin es para mí el ejemplo claro de la banalización de las luchas y la absorción de la disidencia por los grandes poderes.


Con respecto a tus teorías sobre el lector, me recuerdan un poco lo que se llamaba la teoría de la recepción.  Me parece que tal lector creativo –al extremo de la página en blanco– no existe y que quizás lo más cercano a tus ideas sea, precisamente, el crítico literario.  En mi caso yo no me considero tal.  Me veo más bien como un diletante muy curioso por cosas de la cultura, un espacio en el que caben muchas expresiones y formas de ver la vida. Me interesan las conexiones entre artefactos culturales o procesos culturales y los entornos sociales, políticos y económicos, y miro con bastante desconfianza esas categorizaciones entre bueno y malo que se hacen a pulsos de poder. Creo que la crítica cultural (o incluso literaria) adquiere valor en cuanto a reflexión, y por ello mismo en cuanto a juego de ideas.  Es un mundo cerrado, eso sí, pero al menos es una forma de relato alternativo de la realidad, en muchos aspectos fuera de la retórica de la productividad, el éxito material y el consumo.


Seguimos conversando


Abrazos


domingo, 28 de septiembre de 2008

Solás solo en Sanjosé


La muerte de  Humberto Solás, director cubano, me produjo una serie de recuerdos confusos.  Los primeros años de la década de los noventa fueron importantes para mí en cuanto a exploración de muchas cosas.  A la distancia, sin embargo, fue también una época de gran oscuridad, pues pasé cocinando a fuego lento lo que en algún momento se convirtió en la crisis depresiva más profunda de mi vida.



No puedo precisar de dónde vino la iniciativa, pero desde finales de los ochentas empezaron a visitar Costa Rica personas relacionadas

 con la ind

ustria del cine.  Yo, que siempre quise dedicarme al cine, encontré en esas visitas una válvula de escape. Jamás hice verdadera amistad con nadie, ni los guionistas, ni los editores, ni los directores, pero aprendí mucho y empecé a creer que tal vez algún día finalmente podría hacer mi película.



Solás fue parte de ese grupo de celebridades.  Vino a Costa Rica a impartir unos talleres de dirección y yo por supuesto me inscribí como lo había hecho en cuanto curso se ofrecía.  La relación entre él y yo no rozó siquiera los límites de la cordialidad. Fue de mucha distancia, de mucho rechazo, aunque nunca supe por qué.  A mí me llamaba “El señor” y no recuerdo un solo gesto de simpatía de su parte.  En aquellas épocas caerle bien a la gente era importante para mí,  por lo que la actitud de Solás me desconsolaba bastante.  Además sentía culpa porque jamás había podido ver su obra maestra “Lucía”.   Sí conocía otras de sus películas, pero “Lucía” no soportaba verla.  En ocasión de su visita se organizó una proyección especial del filme en la Sala Garbo y otra vez, a los pocos minutos, sentí que el mundo se movía vertiginosamente a mi alrededor y salí de la sala de proyección a punto de vomitar. ¿Rechazo profundo a Solás, a quienes llamaban “Visconti” y a él le gustaba?   Años después me di cuenta que la razón era más pueril: padezco de vértigo visual,  por lo que esas películas cuya imagen es muy ines

table, filmadas usualmente con cámara al hombro, me marean al punto de ponerme a sudar frío y de hacerme casi perder el sentido.  


La cosa se puso peor cuando Solás se quejó del hotel donde estaba alojado.  Una de las personas que lo trajo a Costa Rica era amigo de una muy buena amiga mía, Ana Graciela.  Por esa cadena de relaciones Anita había conocido a Solás y parece que los dos congeniaron muy bien.  Luego se dio la circunstancia de que Anita viajaba a Miami a comprar ropa para su negocio de contrabando hormiga y su amigo le pidió permiso para que Solás se mudara a su apartamento.  Así Visconti esta ría en un lugar que le agradaba —había percibido de inmediato lo que tocaba Anita

—podría avanzar en algunos proyectos y estaría solo.   Lo malo es que mi amiga estaba preocupada por dejar desatendido a tan magnífico invitado y me pidió ayuda:  quería que estuviera al tanto de Solás, y a él mismo le hizo la indicación de recurrir a mí como una persona de absoluta confianza. Visconti, sin embargo, jamás me buscó, y aunque Anita me había pedido que “le diera una vueltita” de cuando en cuando,  yo no pasé de llegar al portón de la propiedad y dudar por largo tiempo ante el intercomunicador.  Al final siempre me iba.


Una mañana Solás estaba disertando sobre la dirección de actores.  Él era ferviente devoto del método del Actor’s Studio, y creo que se abrumó al darse cuenta de que nadie sabía de qué estaba hablando.  Yo sí conocía el método,  pero por libros, y por supuesto no me animé a decir nada simplemente para no exponerme a otro desaire de Visconti.  Como tarea habíamos leído una escena de “La gaviota”, de Chéjov, y nadie atinaba a hacer bien el ejercicio de práctica:  representar un breve diálogo entre la protagonista y el hombre mayor, perverso y aprovechado, que le proponía verla cuando ambos estuvieran de vuelta en Moscú.  Solás había perdido por completo los estribos, no lograba que nadie internalizara la atmósfera de la escena, nadie parecía capaz de usar su memoria afectiva efectivamente. Ya al final de varios intentos, volvió la vista a quienes quedábamos en el grupo —un tanto asustados para ser honesto—y señalándome con la barbilla dijo: “Usted, señor”.   Llamó a una chica jovencita y nuevamente dio la instrucción:  “Usen la memoria de sus sentimientos, de sus experiencias, y háganlo bien”.  Entonces cerré los ojos por unos instantes y pensé en esa persona de la que estaba enamorado en ese momento. Me metí en el deseo tan grande que me desordenaba y sin casi moverme empecé a decir el diálogo.  La muchacha, muy nerviosa, prácticamente saltaba frente a mí, y mientras yo repetía esas frases que procuraban vencer su resistencia no la veía a ella sino a ese hombre de mis desvelos. Recuerdo que en cierto momento incluso la tomé de un brazo. No era un gesto de amor sino de autoridad. La chica dejó de moverse nerviosamente, me miró a los ojos con los suyos muy abiertos,  me siguió y luego fue mano a mano conmigo hasta terminar el ejercicio juntos.


Lo que me sacó de ese mundo magnífico fue el aplauso de los presentes.  Solás se levantó y empezó a alabar mi trabajo.  Dijo incluso que yo le recordaba un animal salvaje a punto de lanzarse sobre su presa y la muchacha a su vez explicó que yo le producía miedo, que ella trataba de verme directamente a los ojos, pero algo en ellos la asustaba y atraía al mismo tiempo.  Alguien se quejó de que yo no me había movido, que mi expresión corporal había sido nula, pero para Solás era un detalle mínimo, algo de escuela nada más.  


Y aunque de nuevo, a los pocos minutos, Solás volvió a ser indiferente e incluso grosero, algo había cambiado.  Por unos tres minutos fui el actor que desde mi niñez me propuse ser. Fui un personaje de Chéjov y además aprendí algo más sobre el amor, su presencia siempre oportuna y gratificante.  Aunque los recuerdos de aquel entonces sean confusos tengo fresca en la memoria la intensidad de ese deseo.  Y todo eso se lo debo a Humberto Solás, mejor conocido como Visconti. Que en paz descanse.

sábado, 13 de septiembre de 2008

La era del espectáculo


Hacia 1882 el poeta José Martí escribió una crónica sobre una pelea de boxeo que se efectuó en Mississippi, Estados Unidos. A Martí parecía no agradarle este deporte, lo encontraba una bárbara costumbre traída por los inmigrantes irlandeses. ¿Entonces por qué escribir sobre algo que uno no le gusta? Una razón sería que la pelea en sí misma no era lo importante, sino otra cosa, algo que acontecía mientras tanto.  Al leer la crónica uno encuentra que los detalles del combate son menores en comparación con aquellos que se refieren a su impacto social y económico. De un modo u otro todo el país se vio inmerso en las expectativas, las apuestas y la fiesta que precedieron a la pelea. Martí se detiene en descripciones del ambiente, en las “peregrinaciones”  desde varios estados hacia Mississippi,  de lo que se bebía y se comentaba, incluso dedica espacio al comportamiento de las damas, quienes apostaban sus joyas y otros bienes al púgil de su predilección e iban a los combates atraías no por la técnica o la bravura sino por los cuerpos de los deportistas.

Martí nos deja el retrato de un país en el cual el entretenimiento, el circo lo llama algunas veces,  y sobre todo la novedad son formas de interacción social esenciales. Para un país formado en una disciplina de trabajo y de productividad que bordea lo religioso,  nos sugiere Martí, ni siquiera el ocio puede escapar de esa lógica.  Al americano le gusta que lo entretengan, que lo sorprendan, pero no hay fidelidad alguna con la novedad: una vez al alcance de la mano se rompe el encanto y la expectativa se dirige a lo siguiente que ha de venir.  El ocio debe ser productivo, la novedad también.  

Las convenciones políticas son un ejemplo contemporáneo de esa cultura del espectáculo y la novedad.  El partido demócrata reunido en Denver, Colorado, en la semana del 18 de agosto, tenía que vender una imagen de unidad y fuerza para que fuera consumida en masa.  El éxito de la convención  fue medido en números: ¿Cuánta gente podía convocar Barack Obama para su discurso de aceptación?  ¿Cuántos vieron el evento desde su casa? ¿Cuál fue el impacto inmediato en las encuestas de opinión?  Finalmente, el jueves de esa semana Obama no era solamente el candidato presidencial de su partido sino una especie de ídolo pop en la cumbre.  Pero su brillo no duró mucho.

Los republicanos siguieron muy cerca la convención.  Inundaron la programación televisiva con ataques a Obama. Los hubo todos los días con excepción del jueves en el que el candidato demócrata habló ante ochenta mil personas en un estadio y más de treinta y ocho millones lo vieron desde casa. Ya para el viernes el Partido Republicano usó su propia carta de novedad:  la gobernadora de Alaska Sarah Palin.  Hasta dos días antes, uno de los argumentos más fuertes contra Obama era su falta de experiencia.  A partir de ese viernes ya no se dijo nada al respecto, y ante la pregunta de algún periodista, el mantra  oficial era que los gobernadores cubrían una serie de áreas de decisión de las que poco se sabe, pero que les permite, aún con solamente un par de años en el cargo, tener los conocimientos necesarios para liderar el país.  Las primera imágenes de Palin la mostraban haciendo prácticas de tiro, la describían como cristiana y madre de familia.  La maquinaria republicana se aprestó a cerrar portillos, atenida a la mala memoria de una cultura de la novedad: lo que sirvió para atacar a Hillary Clinton en las primarias, debe servir ahora para defender a Palin; los atributos de Obama que fueron ampliamente combatidos ahora se revierten y los encarna Palin, que es mujer pero mujer blanca.   

Como espectáculo mediático la candidatura de la gobernadora de  Alaska ya sido un éxito.  Las reuniones políticas del candidato McCain ya no son de pequeños grupos sino de miles,  la vicepresidencia ha dejado de ser un puesto accesorio para volverse central, el eterno problema de raza de Estados Unidos puede ahora encontrar una vía de escape en esta mujer.  Hasta han aparecido una muñequitas tipo “Barbie” de Sarah Palin. Pero la imagen no significa necesariamente sustancia, y aún está por verse lo que hay detrás de esta desconocida.  Mientras tanto, los demócratas, si quieren ganar, deben resolver su propio problema de novedades. Con las elecciones a dos meses de distancia las opciones no parecen ser muchas, pero lo cierto es que lo  novedoso a veces envejece en una semana. Y pensar que José Martí ya lo intuyó hace cosa de un siglo.

jueves, 4 de septiembre de 2008

El horror en “Otro zoo”


(Publicado originalmente el 4 de setiembre de 2008)


Uno sale del Otro zoo sumido en el horror.  Libro brevísimo, apenas cinco cuentos (narraciones más bien largas para alguien como Rodrigo Rey Rosa, quien comprime sus narraciones hasta dejarlas en lo esencial),  hay en él animales, muchos animales, pero sobre todo hay niños en sus relaciones con corderos, caballos, lagartos…  Lejos de ser gratos cuentos sobre la infancia,  los de Otro zoo son cuentos sobre el horror, sobre chiquillos y chiquillas sujetos a varias formas de violencia.  Quienes crean esas atmósferas asfixiantes son los adultos, quienes en sus relaciones, en sus ambiciones y ambigüedades arrastran a los pequeños,  los usan,  los corrompen.  Los animales que puebla este libro aparecen en contraste con los humanos, incluso aquellos que matan como los cocodrilos o las escorpiones responden a necesidades elementales de supervivencia.  Los seres humanos, por su parte, se demoran en la tortura, se vuelven insensibles al sufrimiento ajeno, ponen por encima de todo sus intereses materiales o religiosos.  Hay una insensibilidad hacia el otro que tarde o temprano produce la ruina, la muerte o la corrupción.

Otro zoo  es una pesimista, terrible lección sobre el arte de crecer.

Si te comés un limón...


(Publicado originalmente el 4 de setiembre de 2008)

Hay algo en estos cuentos que me desconcierta, que me hace dudar entre el disfrute y el rechazo.  Podría “acusarlos” de ser muy tradicionales en su estructura, de seguir una línea de construcción poco original aunque eficaz. Sí, son cuentos que terminan como deben terminar, que no se desgastan en digresiones.  Sí, son cuentos con mucha economía de recursos, precisos, justos.


La temática es interesante. Sobre todo son cuentos sobre la soledad,  la imposibilidad de comunicarse, los abismos entre las personas. Nada nuevo bajo el sol aunque muy bien servido.  Resiento, eso sí,  el tipo de personaje, que lo encuentro muy extraño a mi sensibilidad.  Hay ahí una clase media, media-alta acomodada,  que puede dedicarse a elucubrar sobre sus rollos existenciales sin otro motivo que el rollo per se.  Me parece que nuestras grandes angustias no aparecen tan puras, sino que siempre se encuentran en cierta manera sucias, cubiertas por una realidad que no nos pide permiso.  Creo que los personajes no son tan opacos, que incluso en un cuento muy breve pueden alcanzar mucha complejidad, muchas dimensiones. 


Pero en fin, el libro de Pàmies es la gran colección de cuentos publicada en España en el 2007,  con seis ediciones a estas alturas. 

domingo, 31 de agosto de 2008

Esperando a Gustav


Este sábado 30 de agosto, como a las 8:30 de la noche, hubo un apagón en mi barrio, en el noroeste de Baltimore. Pocos minutos antes había terminado una tormenta de cierta intensidad, con algunos rayos incluso, pero no me preocupé:  al fin y al cabo tengo experiencia con el mal tiempo, y la lluvia trae consigo tintes de hogar pues me regresa a Nueva Orleáns y a Costa Rica. Hace cosa de un año, sin embargo, esa misma habilidad para recordar estaba un poco debilitada.  Yo iba por la ciudad conduciendo con mi hermana cuando se vino un aguacero.  Baltimore es una ciudad de extremos, con enormes barrios pobres no muy lejos de marinas fabulosas o de viejos edificios recuperados para apartamentos de lujo.   Esa vez me asusté, sentía la lluvia como la amenaza más grande, un peligro que nos rebasaba. Iba muy nervioso por ciertas avenidas de los barrios pobres, pasando los charcos enormes con demasiado cuidado.  Entonces mi hermana,  con la vista fija en ninguna parte,  dijo como para sí misma: “Ya se te ha olvidado lo que significa llover.  ¿Esto?  Esto no es nada”.

Mi apartamento está ubicado en un segundo piso y cuando llueve el ruido es arrullador. Anoche, sin embargo, se fue la lluvia y sin electricidad se vino un silencio denso, oscuro.  Algunos vecinos salieron de sus apartamentos, no necesariamente a conversar entre ellos. Caminaron unos minutos por las zonas verdes del complejo,  la mayoría con sus perros, luego volvieron a casa. Así la estela de la lluvia, el apagón, el silencio, me trajeron muchas cosas,  al y fin al cabo son malos compañeros de una soledad muy trabajada.  

Ese mismo sábado me había pasado haciendo llamadas telefónicas, vigilando Nueva Orleáns a través de Internet.  Para cuando la luz se fue, casi todos mis amigos habían evacuado la ciudad.  Los pocos que aún permanecían estaban reforzando las puertas de sus ventanas o poniendo a salvo posesiones que no podían traer consigo.  Una vez terminadas esas tareas, me habían prometido salir hacia sitios más seguros.  Al contrario de hace tres años, cuando Katrina, muy pocos se opusieron  a las órdenes de evacuación, y más bien estaban saliendo de la ciudad con suficiente anticipación. El huracán Gustav arriba el lunes y casi todos los modelos indican que Nueva Orleáns está en su ruta.

Ya más tarde, sin otra cosa que hacer esperar el sueño, vinieron otros recuerdos más recientes.  Desde hace tiempo he querido regresar a Nueva Orleáns, plantarme ahí de forma definitiva, aceptar el destino de quienes viven al paso de los huracanes. Pero no es tan fácil. Anoche no me ha quedado más que enfrentarme a mis contradicciones. No habrá nunca certeza que los vientos cedan,  la ciudad donde fui feliz está condenada a desaparecer  por el calentamiento global y vivir allá será siempre estar en el límite del desastre. Tal vez todos nos enfrentemos a esas mismas realidades, pero la naturaleza humana tiende a ponerlas a un lado, a esconderlas bajo una maceta. Con Nueva Orleáns, desgraciadamente, no se puede. La evidencia está golpeando frente a nuestros ojos y no podemos ser tan humanos como para ignorarla.

sábado, 16 de agosto de 2008

Murakami en verano


(Publicado originalmente el 16 de agosto de 2008)


Para esta época del año, sobre todo en Europa, la gente se apresta a tomarse unos días libres.  Las vacaciones estivales, quizás los únicos días de descanso profundo, dedicado, del año.  En los Estados Unidos es diferente.  En el caso de las universidades,  los meses veraniegos son meses sin clases pero no necesariamente libres.  Se supone que estás preparando los materiales para el siguiente semestre al menos, aunque su objetivo real es avanzar en las investigaciones personales.  Muchos piensan que la vida de profesor es realmente regalada, que se gana un gran sueldo mientras pasan meses muertos en los que uno se divierte.  La verdad es que la mayoría de los contratos de trabajo son de nueve meses, no de doce, por lo que las prioridades para ese periódo entre finales de mayo y finales de agosto dependen de cuánto hayás podido negociar, de tu área de influencia. Si tenés suerte, podés enseñar unos cursos de verano y así cerrar la brecha de ingresos. Si no tenés tanta suerte, vas buscando trabajos temporales, algunos realmente fastidiosos o mal pagados.  Quienes se hayan en verdaderas posiciones de privilegio se pueden dedicar a viajar y a investigar. Probablemente tienen fondos para hacerlo, y sus viajes pueden tomar los destinos más intrigantes o sus reflexiones ser de lo más variopintas.


Pero yo no quería hablar de esos ritos de verano sino de otros, los que se relacionan directamente con el hábito o el arte de la lectura. Pues mucha

 gente, sobre todo en Europa, identifica las vacaciones de verano como el momento ideal para leer libros gordos.  Si uno lee en Internet los planes de muchos, sean personas notables o no, entre sus lecturas está algún mamotreto al que no se le podría echar mano durante los periodos de “plena producción”.  Para mí los libros gordos, desgraciadamente, se han vuelto lectura para largos periodos muertos. Cuando era niño, encontrarme una novela de muchísimas páginas era un desafío y un gusto, aunque no entendiera muy bien por dónde iba la historia.  Recuerdo algunas con especial cariño:  “Éxodo”, de Leon Uris, “La montaña mágica”, de Mann, las obras históricas de Taylor Caldwell… Ya más viejo, los libros larguísimos los guardaba para las esperas inevitables, fueran en salas de abordaje, en hospitales, como parte de esos trámites que vos sabés interminables y agotadores, cuando el tiempo deja de correr.  Así leí, por ejemplo, las novelas de Fernando del Paso. Recuerdo, por ejemplo, que “Noticias del Imperio” fue lectura finales de 1989. 


Había ido a visitar a mi hermana a París, y el 24 de diciembre por la tarde yo estaba solo, encerrado en un minúsculo apartamento en la Ciudad Universitaria.  Aunque apenas había empezado a anochecer, el cielo estaba cubierto por nubes color ceniza. Las ventanas aislaban el ruido, y se podía ver la intensidad casi violenta de un viaducto al otro lado del silencio en el que yo estaba.  Entonces leí a del Paso, y para acompañarme puse el radio. Todo en francés, todo ajeno, hasta que de pronto empezó a sonar un recuerdo. Por alguna razón estaban programando “El año viejo”,  la viejísima versión de Tony Camargo con la que todos en Costa Rica hemos celebrado nuestras fiestas…

Pues tengo reservadas algunas imágenes para casi todos los libros gordos.  Por eso recuerdo, por ejemplo, que el último libro realmente gordo que leí fue “2666”, de Roberto Bolaño, en Ávila, España, en 2006. Recuerdo también una ventana, desde la que se veían unos atardeceres deslumbrantes, la muralla de la ciudad y, por unos días de ese mes de julio, la carpa de un circo que visitó la ciudad. 

¿Qué imagen guardaré esta vez?  Aún no lo sé, aún no pongo distancia alguna entre mi más reciente libro gordo, “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”,  de Haruki Murakami, y mi experiencia al momento. Tal vez porque empecé a leerlo estando enfermo, o porque con Murakami en mi mochila volví a una realidad que no me gusta y desde esa realidad he leído las novecientas y tantas páginas del libro.  Una historia extraña, pues en el pasado tantas páginas solamente las podía relacionar uno con un saga familiar, con un gran cuadro histórico, no con una historia íntima, desarrollada desde el espacio de la confesión incluso cuando relata angustiosas escenas de la historia de Japón y sus derrotas (más que de sus guerras).  Es una novela también sobre personajes extraños, siempre necesitados de contar.  Incluso Cinnamon, el mudo por elección, cuenta y cuenta, aunque lo hace a través de la escritura.  Como en otras novelas, la acción la desata la pérdida de un ser amado.  La búsqueda, sin embargo, es distinta, pues los recorridos son mínimos –entendidos como visita a la ciudad, como movimiento por geografías– y el personaje principal más bien se dedica a esperar. A él llegan estos otros seres,  todos con un propósito que modifica la narrativa y, claro está, al personaje central.  En este sentido, el viaje de “Pájaro que da cuerda” es un viaje interior, pausado, un viaje a partir de la reflexión, del descubrimiento de realidades alternativas en un entorno que parece inmóvil. 

Todavía no sé si me gusta Murakami. He de confesar que cada vez tiendo más y más a lo breve. O quizás sea simplemente cuestión de distancia. Este verano, mi verano, me ha dejado agotado y confuso, y debo esperar el fresco del otoño para poner en perspectiva mi vida y mis lecturas.

viernes, 15 de agosto de 2008

Nuevas entradas a mi blog

Queridas/os lectores:

Para leer las nuevas entradas a mi blog, por favor pinchen aquí o vayan a la siguiente dirección: web.me.com/vquesad

Gracias

Uriel

martes, 12 de agosto de 2008

Locas criminales


El siguiente ensayo lo preparé para la revista digital Otrolunes, para la cual he venido colaborando desde hace algún  tiempo.  Sin embargo, por esa suerte incierta de las publicaciones independientes, meses después de enviar el texto la revista aún no se ha actualizado y más bien ya corresponde el número del segundo semestre del año.  Mientras espero y ruego que vuelva a circular Otrolunes, dejo en este espacio el ensayo para que busque sus lectores.




Locas criminales


Con el tiempo y la experiencia he desarrollado cierta habilidad para percibir el momento en que asuntos de género se intersecan con formas de poder, especialmente si en ese cruce saltan chispas de discriminación u homofobia.  O tal vez sea más bien que mis propias paranoias,  mis tendencias a creer en una permanente conspiración contra algo, me mantienen alerta.  Sea lo que sea  me parece importante, al menos como recordatorio de que aún falta mucho por hacer  y que quienes nos consideramos en los márgenes hemos de estar atentos al mundo alrededor de nosotros.

En los últimos años  ha habido algunos casos cuya repercusión pública, fuera a nivel internacional o local, me interesa comentar.  Quizás el más conocido lo protagonizó en 2007 el senador Larry Craig,  republicano por el estado de Idaho. Si acaso alguien todavía lo recuerda, el senador Craig fue sorprendido por un policía encubierto cuando intentaba negociar un encuentro sexual en un baño en el aeropuerto de Minnesota.  Craig confesó ante la policía, pero luego se retractó. Su principal argumento de defensa fue insistir que no era homosexual, por lo tanto el supuesto crimen nunca pudo haberse dado. El Partido Republicano le dio la espalda e incluso hubo intensa presión para que renunciara al Senado.  Líderes prominentes,  entre ellos los pre-candidatos presidenciales,  lo llamaron “vergüenza” para el partido, y aparentemente la única persona que lo apoyó fue su esposa, una señora mayor, elegante, siempre al lado de su hombre cuando aparecía en televisión, y siempre en silencio. Al final Craig nunca dejó su puesto, pues no era homosexual.  Desde entonces nadie lo nombra, como si el olvido lo hubiera congelado en su oficina. 

Aún más interesante, ni el senador de Idaho ni sus colegas del Senado cuestionaron a la policía de Minnesota. A nadie pareció importarle que se asignara personal de civil para que frecuentara baños públicos en busca de homosexuales dispuestos a pagar por un rato de sexo. 

Más o menos por la misma época otro republicano, David Vitter, fue sorprendido en un lío de prostitutas. Según algunas fuentes, al senador le gustaba que sus compañeras sexuales usaran pañales.  Pues bien, Vitter dio una disculpa y el asunto no pasó a más.  No se le pidió la renuncia, ni se pusieron en duda sus cualidades morales.

Craig al menos tenía la posibilidad de navegar su vergüenza pública,  y de pagar servicios legales para defenderse.  Otros no son tan afortunados, y creo que la censura social cae con más rigurosidad sobre ellos.  Estando en Querétaro, en julio pasado,  me tocó en suerte asistir a la presentación del libro “Homofobia. Odio, crimen y justicia”,  de Fernando del Collado.  La obra recoge crímenes contra homosexuales en México en el periodo 1995-2005.  De casi cuatrocientos casos registrados, apenas un dos por ciento ha sido resuelto, y la gran mayoría ni siquiera contó con una averiguación preliminar.  El acto en Querétaro fue especialmente significativo,  pues el último crimen que aparece en el libro había ocurrido en esa ciudad.   Querétaro es un lugar especialmente conservador y  la vida homosexual, casi invisible.  El caso en cuestión se refiere a un activista que fue asesinado en su negocio –una tienda de condones. Las pesquisas se centraron en la comunidad gay. Su compañero fue arrestado y presionado para que confesara su participación en el asesinato. Finalmente quien cargó con la culpa fue otro homosexual, un mero chivo expiatorio para algunos activistas.  La policía ha favorecido la versión de un crimen pasional, sin mayor fundamento.

El crimen por odio prácticamente nunca es considerado en nuestras sociedades un factor para explicar muertes violentas en las comunidades homosexuales.  El crimen  pasional, por su parte,  aparece como una causa común. Ante la opinión pública, además, tiene un efecto desacreditador muy oportuno, pues parte del principio de que las locas se matan entre ellas de la misma forma que lo hacen los negros en los guetos pobres.  En este sentido pensaría en otro libro del 2007, “The Art of Political Murder: Who Killed the Bishop?”,  de Francisco Goldman, escritor de ascendencia judía y guatemalteca. “The Art”  explora el asesinato de Monseñor Juan Gerardi, miembro de la comisión que investigó la violación de derechos humanos en Guatemala durante la guerra civil.   Una de las versiones oficiales ha sido, igualmente, la del crimen pasional homosexual.  El efecto de tal hipótesis no es solamente crear una cortina de humo en torno a los verdaderos motivos para haber matado a Gerardi.  Implícita está una estrategia para alimentar la animosidad del público, dado que el asesinato de un homosexual a manos de otro no es realmente tan malo ni tan condenable.  Cierto sector de la opinión pública puede verlo incluso como algo merecido. Para esas personas ser homosexual implica  padecer una condición moral que corrompe todo, y descalifica permanentemente. 

La última historia que quisiera compartir se refiere a un sacerdote condenado en Costa Rica por abusos deshonestos contra menores en 2005.  Hombre célebre por sus programas religiosos en televisión, el cura fue sentenciados a las penas máximas  --de hecho hubo una gestión posterior  reclamando que el castigo había sido excesivo, y a principios de 2008  se le redujo el tiempo en prisión.  Aunque no puedo juzgar su falta, sí me interesa referirme a pequeños detalles de lenguaje que aparecieron en los periódicos.  Desde el principio el caso se planteó en términos de masculinidad.  Mientras los afectados manifestaban que recurrían a la justicia porque  eran muy hombres,  el acusado negaba cualquier acción incorrecta basándose en la misma presunción:  la hombría, un conjunto de cualidades que excluye de tajo la homosexualidad.  A lo largo del proceso se registraron similares manifestaciones,  enfatizando la diferencia moral que separa al homosexual del heterosexual.  Pero lo más curioso se dio en el razonamiento de la condena,  pues entre los considerandos del tribunal se menciona que los delitos se debieron, entre otros factores, a la tendencia homosexual del cura.  Otra vez  un rasgo fundamentalmente identitario entra en el proceso legal como una potencialidad para cometer un crimen.  No en balde la misma Iglesia Católica ha explicado algunos de sus escándalos recientes en términos de ese elemento externo, fuera de su control,  llamado deseo homosexual. 

Decía al principio que me consideraba una persona en los márgenes. No pretendo victimizarme,  pues la marginalidad no es un bloque cerrado sino una condición inestable,  a la que se llega sin querer y de la cual se intenta salir.  Muchas circunstancias la afectan y modifican, y quien tiene voz de hecho establece una poderosa distancia entre sí mismo y el margen.  Pero mientras la injusticia y el prejuicio existan,  la marginalidad estará siempre acechando como un mal latente,  enturbiando el entendimiento de las cosas.  Lo peor para mí es cuando en el camino quedan la dignidad, la libertad y la vida misma de personas inocentes.

Ojalá pase en Costa Rica



El sábado 2 de agosto tuve el privilegio de participar en la gran marcha contra el estigma, la discriminación y la homofobia, preámbulo de la XVII Conferencia Internacional sobre el SIDA en Ciudad de México.  A pesar de los avances en varios países en los temas de derechos humanos, echarse a la calle a demandar espacios para la comunidad lésbica, gay, bisexual y transgénero (LGBT)  sigue siendo un reto y un riesgo, pues la intolerancia, la doble moral y la violencia aún cobran víctimas de todo tipo, desde la falta de garantías en el trabajo o la invisibilidad en la escuela, hasta la pena de muerte.

En este contexto, Costa Rica es un caso particular y paradójico. Tradicional punto de encuentro para personas LGBT en la región centroamericana, destino turístico de la comunidad gay internacional, le debe muchísimo a sus propios ciudadanos.  Ahora,  con el proyecto “Ley de unión civil para parejas del mismo sexo” y otras leyes colaterales que se discuten en la Asamblea Legislativa, se abre una invaluable oportunidad para una Costa Rica más abierta, democrática y plural,  a tono con  los países que han tomado la vanguardia en la defensa de los derechos humanos de las minorías discriminadas por asunto de género y preferencia sexual.  El proyecto, además, da un respiro a un sector de los y las costarricenses que ha sido tradicionalmente silenciado y puesto al margen en asuntos básicos que le competen.

No es de extrañar que se hayan levantado voces de protesta. El prejuicio, el irrespeto y la intolerancia siempre nos han perseguido a los gays y lesbianas. El discurso homofóbico costarricense no difiere en su esencia del que se ha escuchado en otras sociedades.  Se invocan abstracciones, privilegios, esencialismos sin fundamento. Se le advierte al público de la supuesta amenaza que la sola presencia de los gays y las lesbianas conlleva, de una supuesta conspiración para destruir la sociedad como tal. Así la comunidad LGBT se convierte en el chivo expiatorio de contradicciones sociales y de fobias no resueltas. No solamente se nos acusa, sino que se nos castiga también.

La discusión sobre la ley de unión civil ha sacado a flote lo más horrible de un pensamiento retrógrado, que crea categorías de personas, que criminaliza por sospecha o asume la voz de Dios mismo para condenar.  Por otra parte, ha sacado también una parte luminosa de la sociedad costarricense. Me refiero a la posibilidad de integración, a la defensa de la dignidad individual, al reconocimiento de que existe un grupo de costarricenses que día a día engrandecen con sus aportes a nuestro país. Gentes buenas, trabajadoras, amorosas, devotas de su fe, que merecen iguales derechos que sus detractores.

Ojalá el Congreso tenga la valentía de aprobar la ley de unión civil.  Ojalá las parejas homosexuales costarricenses no sufran más vejaciones. Ojalá los gays y lesbianas podamos ser quienes somos sin temor al abuso,  amparados a leyes que nos protejan.  Ojalá que quienes nos siguen denigrando y persiguiendo comprendan algún día que el origen de sus miedos y sus odios se encuentra no en los conciudadanos a quienes acosan sino en sus propias conciencias y en sus propios corazones.